lunes, 25 de agosto de 2008

Entre la paz y el olvido (segunda versión)



Acá va mi segunda versión del proyecto. Mantuve algunas cosas pero creo que tomó un tono bastante distinto, mucho más crítico. Incluso cambié la cita del comienzo por una con otra orientación. Dejé las versiones separadas porque me parece que son como dos textos diferentes.
“Es una paz expectante
como esperando el momento
que la vida sea más vida
que la cosa pegue un vuelco"
(José Ricardo Irusta, poeta local)

Siempre pensé que el lunes es un día raro, triste. Nos hace meditar sobre las cosas que tendríamos que haber hecho la semana anterior, nos asaltan los arrepentimientos del sábado y el domingo, y nos castigamos delineando una lista mental de las tareas que no podemos dejar de hacer en los siete días que comienzan (y que probablemente incluiremos en la primera categoría la próxima semana). Hoy no es la excepción: es lunes y siento una cierta melancolía. Para colmo, el gris del cielo se funde con el color de la ruta provincial nº32 y hasta los árboles parecen teñirse de un verde más oscuro. El auto en el que viajo parece estar solo en en el medio del camino. No veo ningún otro ni hacia adelante ni hacia atrás. Y la imagen de un camino desierto, aunque sea de asfalto, en un día nublado es siempre una perfecta postal de melancolía.

Ya he pasado varios kilómetros de paisaje agreste. La monotonía verde empieza a aburrirme, pero justo a tiempo, dos altas columnas de color blanco y azul aparecen en mi campo de visión, salpicando el panorama gris como dos dos manchitas de acuarela. A medida que me acerco, sobre ellas se van dibujando unas letras, pero tendré que situarme justo en frente para leer la inscripción: Bienvenidos a Rancagua.


Rancagua es un pueblo del norte de la provincia de Buenos Aires, ubicado en el el partido de Pergamino, a 17 kilómetros de la ciudad homónima y a 23 kilómetros de la localidad balnearia de Salto. Fue fundada el 1º de marzo de 1904, abarcando un radio de más de 63 manzanas otrora recorridas por malones y sus tierras fueron pobladas por provincianos curiosos e inmigrantes ávidos de progresar. Por aquel tiempo la actividad cerealera se iba consolidando en la Argentina, y Rosario, a poco más de 100 km de Rancagua, se perfilaba como el puerto cerealero por excelencia. La pampa se convertía en un mar de oportunidades para los buscavidas y en una buena inversión para el capital europeo. Fueron los empresarios franceses, deseosos de pelearle el domino a sus eternos rivales ingleses, los que financiaron la construcción de la obra que cambiaría el destino de cientos de pueblos jóvenes: el ferrocarril. Por la línea Nacional General Belgrano, corrió desde la estación Buenos Aires durante 65 años, el tren mixto a Rosario que en su largo trayecto de 377 kilométros y más de 30 estaciones unía ciudades importantes con localidades alejadas del asfalto y los lujos. El recorrido total demandaba más de 10 horas; salía los lunes y viernes de Buenos Aires antes de las 8 de la mañana y llegaba a la ciudad santafesina pasando las 18, habiéndose detenido en la localidad rancagüense cerca de las 15 horas y por escasos minutos. El tren fue de vital importancia para la gestación y desarrollo del pueblo. Por su presencia, Rancagua llegó a ser pujante y a tener gran influencia en la economía agrícolo-ganadera de la región. Pero los vagones dejaron de circular por estas vías en la década del 70. Con ellos se fueron la esperanza y los deseos de progreso.

La de Rancagua es una típica estación de pueblo. Un edificio blanco y gris, con puertas y ventanas azules y una pintoresca galería sostenida por columnas celestes, con capiteles ornamentados. El viento azota tan fuerte que hace sonar la chapa del viejo cartel con el nombre de la localidad y me obliga a esconder mi nariz detrás del cuello de la campera. Ahí, en el medio de la nada, enhiesta sobre un cielo plomizo que amenaza con lluvia, la estación también se me hace una perfecta postal de melancolía. Pero estos andenes no están abandonados.
-Acá ahora funciona el centro de jubilados y pensionados. Se juntan a jugar a las bochas y a los tejos. Hace como diez años que lo hacen ya. Lástima que viniste un lunes, es el único día que no se reúnen. Tienen cada historia...
Me cuenta un lugareño que se acerca para ver si estoy perdida. De nuevo el lunes, pienso. Hasta la estación se pone triste el lunes.

Con el tren se llegaba por la puerta de atrás, para llamarle de algún modo. La verdadera entrada, la que sigue en pie hoy, es la de las columnas blancas y azules, a la vera de la ruta nº 32 que se construye en 1978, quizás para paliar un poco los problemas por la ida del ferrocarril en 1976. Una vez que se atraviesa ese portal, hay que armarse de paciencia y recorrer dos largos kilómetros antes de arribar al corazón del pueblo. En ese trayecto, a uno y otro lado del camino se suceden antiguos galpones desteñidos por el tiempo, viejos silos en probable desuso, enormes tractores estacionados, paradas de colectivo en composé con los colores de la entrada, las más diversas variedades de árboles y, claro, un infaltable puesto del gauchito Gil, de gran presencia en todo viaje por Argentina. A medida que uno se aleja de la ruta comienzan a aparecer esporádicas casas, algunas añejadas por los años y otras que parecen estar de estreno, algunas muy modestas, otras bastante ostentosas. Al parecer, ni Rancagua escapa de la desigualdad. Las distancias entre las construcciones se van acortando hasta que en una esquina, unas letras amarillas sobre un marco de madera recuedan a los olvidadizos en dónde están. Una pequeña placa anexada recientemente lee “1904-2004”. La celebración del centenario fue todo un acontecimiento para el pueblo rancagüense que en el año referido, se reunió a pleno para compartir una misa, números artísticos, fuegos artificiales y una cena con baile en el club local. Ésto no hace falta que me lo cuenten los lugareños, lo sé porque mis tíos fueron invitados a dicho evento. Es que mientras que para la mayoría de los bonaerenses Rancagua ha de ser un lugar cuya existencia desconocen o, para los más informados, un diminuto punto en el gran mapa de la provincia, para mí y mi familia materna se trata de pueblo en el que nuestros antepasados han forjado perdurables amistades y gratos recuerdos que hemos heredado con agrado. Ésto se debe a que se encuentra a escasos kilómetros de La Benicia, una modesta pero queridísima estancia familiar cuya creación data del año 1856, en la que nos reunimos asiduamente con parientes y amigos. Y en cada una de esas ocasiones es, como lo era para nuestros abuelos y bisabuelos, cita obligada la visita a Rancagua, donde perpetuamos las amistades y seguimos sumando recuerdos.

Uno de esos amigos que nuestra familia nos ha legado es Don Raúl Martín, dueño de la tienda Ravel, atendida por él, su esposa y sus hijas. De rigurosas bombachas verdes, como buen campesino, invita a compartir unos mates (otra infaltable costumbre campesina) en la cocina-comedor de su casa, al fondo del local. Así son todos los hogares de los comerciantes o prestadores de servicios en el pueblo: atienden en la pieza o sala de adelante del lugar en el que viven. Hasta el comisario a cargo vive en el destacamento policial en el que ejerce sus funciones.
-El negocio lo tengo hace 30 años. Empezó siendo una peluquería nomás. Después empezamos a vender billetes de lotería y después de a poco otras cositas.
Hoy la tienda ofrece ropa, artículos de perfumeria, y huevos y miel producidos en su propio campo, entre otras cosas. Entre mate y mate, surge el tema de que los hijos antiguamente nacían en las casas. Don Raúl me cuenta:
-Los vecinos de la esquina vivían en el campo. El tipo una vez se vino a buscar a la partera. Y antes de la partera, a la mitad del camino, había un boliche. Y se juntaron el pariente, el hermano y él. Se pusieron borrachos, estuvieron ocho días en el boliche. Y cuando fue, ya el pibe había nacido solo.
Ante mi sorpresa, ofrece los apellidos de los involucrados para reafirmar la veracidad de lo que nos dice. Mi tío, quien no se ha querido perder la visita y nos acompaña en la charla, le pregunta si no va a quedar como un cuentero. Yo le digo que no se preocupe, que el trabajo que estoy escribiendo acá no llega.

Don Raúl me propone presentarme a un vecino que ha escrito un libro sobre Rancagua. Sin ningún problema, cierra el local y lo acompaño a la Asociación Agricultores Federados donde enseguida se le acerca un hombre a saludarlo. Me presenta a José Ricardo Irusta, quien ante mi breve explicación ofrece prestarme su libro. Acá ninguna distancia se hace larga y en cuestión de minutos estamos en la puerta de su casa. Mientras juego con Pompón, un diminuto perro que al principio ladra como fiera sin ninguna noción de su tamaño, Irusta me alcanza una encuadernación titulada “Historia de mi pueblo”. Es una compilación en la que el hombre incluyó fotografías, datos y fechas claves y poemas de su autoría. Le pregunto que lo motivó a escribir. Me dice:
-Yo nací en Salto, pero llegué a Rancagua con horas de vida. Soy como un hijo adoptivo. El libro lo escribí por amor y en agradecimiento.

Después de despedirme de Irusta y de Don Raúl, refugiada en el calor del auto en marcha, me detengo un momento a hojear la encuadernación que me han prestado. Varias páginas están dedicadas al único recinto educativo de la localidad. Se trata del edificio en el que conviven la escuela primaria Nº 54 y la media Instituto Comercial Rancagua. Se encuentra en la entrada al corazón del pueblo y es un edificio de color tiza, con techo a dos aguas y pequeñas ventanas amarillas, flanqueado por varios árboles y rodeado de una cerca de ladrillo a la vista. Una pequeña tranquerita yace abierta, lo cual es curioso porque es época de vacaciones.
El ICR fue fundado el 20 de marzo de 1961, día en que comenzaron a cursar el ciclo lectivo apenas 26 alumnos inscriptos. Hoy, contrariamente a lo que mis prejuicios citadinos suponían, ya no se trata de una improvisada escuelita rural, sino de uno de los colegios más prestigiosos del partido, al que asisten cerca de 300 alumnos, varios de ciudades aledañas. Por esta razón hay 6 micros a disposición de la escuela y las clases no comienzan hasta las 11 de la mañana, lo cual da tiempo a los residentes de otros pueblos a llegar en horario sin tener que levantarse de madrugada.

La imagen de una tranquera abierta me pareció siempre sumamente sugestiva. Es prácticamente una invitación a pasar que no acepta un ‘no’ por respuesta. En este caso, se me ocurre, esa insinuación podría simbolizar a la totalidad del pueblo. Rancagua parece recibir a todos con los brazos abiertos, con ganas de hacerlo parte de su historia. En cada ocasión que he venido, y ésta no es la excepción, me sorprende la sociabilidad de la gente. Todos los vecinos se saludan entre sí y también a los desconocidos. En el gran Buenos Aires, pienso, a cualquier ajeno al barrio le tememos, lo vemos como un ‘sospechoso’, esperamos a que pase para entrar a la casa, nos cruzamos de vereda. Acá, lo saludan. Y no de modo frío, mecánico. Es un gesto sincero y cordial, o al menos así parece: me rehúso a pensar que no hay una sola rivalidad entre vecinos o un día en el que simplemente estén de mal humor. Pero no hay excepciones: saludan los que caminan, los que andan en bicicleta, los que conducen autos y tractores, los que montan a caballo y hasta el chofer del Águila, el único colectivo de la zona cuyo recorrido (Pergamino-Salto) es tan extenso que uno podría perdonarle el enfado. Pero allí está el hombre, agitando la mano con una sonrisa. Y eso que hoy el lunes.

El núcleo de Rancagua consta de unas 50 manzanas, surcadas por calles pavimentadas. El asfalto se ve flamante, perfectamente liso y de un gris homogéneo, sin rasgos de los famosos “baches” que cubren la metrópolis. Si mi memoria no me traiciona (y creo ser demasiado joven para que lo haga), cuando venía de más pequeña había más calles de tierra. Al parecer, algún poderoso alguna vez se acordó de este pueblito. Seré suspicaz, pero no puedo evitar pensar que seguramente el trabajo fue hecho en vísperas de elecciones. El hecho de ser nuevo es sin duda la causa principal de su impecable aspecto, pero tendrá mucho que ver también el escaso tráfico que recorre estas calles. Apenas un par de camionetas y algún que otro auto se cruzan en el camino. Y no es inusual encontrarse con máquinas cosechadoras o familias enteras a caballo. El sonido al andar de estos animales, el cantar de los pájaros y el silbido del viento son lo único que escucho mientras recorro estos pagos. Claro que es la hora de la siesta y, se sabe, en el interior es sagrada. Aunque me cuesta creer que el ruido pueda alcanzar decibeles muy altos.
En las veredas, se cumple a la perfección con el “formato de pueblo del interior” que nutre el imaginario popular. Las puertas no tienen llave y los perros se pasean sin apuros. Las bicicletas yacen sobre la acerca, sin candados ni cadenas. Además, en cada esquina, un poste con carteles enchapados de color azul y con letras blancas informa sólo el nombre de las calles. Aprentemente, la altura y el sentido no son datos necesarios en un lugar como éste, basta con saber la intersección para ubicarse.

En una de esas intersecciones, se alza el Club Argentino Social y Deportivo, toda una institución en Rancagua. Su sede es un austero edificio de ladrillos rojos y puerta blanca, en cuyo costado se halla una placa que reza: “Fundado el 23 de Marzo de 1923”. Consta de un buffet, canchas de bochas y fútbol y un gran salón que se alquila para ocasiones especiales. Recuerdo una visita en que me contaban que el pueblo estaba convulsionado porque ese día se festejaban dos grandes eventos, un bautismo y un cumpleaños de 15, lo cual era demasiado para una localidad donde todas las familias se conocen. Frente al Club, se encuentra la Cooperativa eléctrica, telefónica, de vivienda y otros servicios públicos. Como su (largo) nombre sugiere, de su buen funcionamiento depende en gran medida el bienestar de la población. Uno de los beneficios de asociarse a la cooperativa es que ofrece entierro gratuito en el cementerio local. Me causa gracia recordar lo que decía una publicidad, eso de “siempre es mejor ser socio”. Ambos establecimientos se encuentran sobre la calle Raúl Santoro.
-Se llama así por un médico que vivió acá y que descubrió la cura contra el mal de los rastrojos.
Me cuentan. No exactamente: se trató de un doctor oriundo de Rosario que se instaló en el pueblo en 1961 y emprendió una ardua investigación en pos de encontrar una medida de prevención contra la enfermedad endémica “mal de los rastrojos”, que por esos años se cobraba varias vidas en la zona. Efectivamente, su aporte a la tarea fue clave pero el reconocimiento le fue esquivo y la vacuna fue patentada por unos médicos estadounidenses que se llevaron todo el mérito. Es la eterna historia del esfuerzo sin premio, siempre el mismo guíon, pienso. Pero enseguida cambio de opinión: seguramente el médico si tuvo su recompensa. No lo digo porque su nombre hoy adorne un cartel en las calles de un pueblito perdido, sino por la cantidad de vidas que su contribución habrá salvado. Que obtusa al pensar que semejante labor pudo haber sido hecha pensando en alguna retribución.

Como en la mayoría de los barrios o ciudades, los establecimientos más importantes se organizan en torno a la plaza principal que en Rancagua se llama “12 de octubre”. Hubiese imaginado que en vacaciones estaría repleta de chicos jugando, pero no hay ni uno. De hecho, ahora que lo pienso, ha sido bastante poca la gente con la que me he cruzado desde mi llegada. Una cosa es la paz, claro, pero otra es la desolación. Mi hipótesis es que sólo una foránea como yo puede estar caminando por aquí con este frío. Pero si no fuera porque conozco el lugar, me atrevería a pensar que se trata de un pueblo fantasma o el set de una película de bajo presupuesto. En la plaza todo está pintado de azul y blanco, al igual que el portal de entrada. Hay subibajas, hamacas, trepadoras, y no puedo reprimir una sonrisa al recordar que me he roto más de un pantalón deslizándome por las tablas de madera de ese tobogán. Debajo de uno de los bancos, descansa una pelota de fútbol. La prolija ubicación hace pensar que no ha sido producto de un olvido, sino una acción deliberada, consecuencia de la confianza de que aquí nadie toma lo que no le pertenece. Me pregunto cuánto tardaría en desaparecer en cualquier otra plaza. O algo más interesante, qué pasaría si desaparecierá la de aquí. ¿seguirían todos saludándose tan alegre y cordialmente al encontrarse por la calle?
Enfrente a la plaza se erige la Capilla Nuestra Señora de Luján. Es una construcción hecha de ladrillos colorados, con una gran puerta de madera oscura entre dos faroles negros. En lo alto, posee una cruz y una campana y en el medio de éstas, se encuentran dos nidos de hornero que están allí desde que tengo memoria. Imagino en cuantas fotos, en cuantos recuerdos de bautismos, comuniones y casamientos aparecerán esas dos pequeñas cuevitas. En el interior de la edificación, los largos y clásicos bancos utilizados por los fieles durante el servicio religioso tienen los nombres de algunas de las familias pueblerinas gracias a cuyo aporte se completó la capilla.
la A un lado de la plaza, se encuentra el jardín de infantes Nº 906 “Mi sueño”, que debe su existencia al hecho de que el recinto del colegio tenga demasiados alumnos como para albergar también a las salitas iniciales. Al otro lado se encuentran la delegación municipal, el destacamento policial y la sala de primeros auxilios “Dr. Ricardo H. Fernández”.
-Está abierta de 7 a 11. Acá nos enfermamos de mañana nomás.
Bromea un lugareño cuando le pregunto el motivo de sus puertas cerradas.

A varias cuadras del corazón del pueblo, en lo que podrían llamarse “las afueras”, se erige el cementerio local. Es un edificio blanco, notablemente deteriorado por el paso del tiempo que le dio una tonalidad gris y amarillenta a sus paredes. Un gran portón de rejas negras protege el descanso de los que ya no están entre nosotros. Encima de la entrada, y sobre una cruz, puede leerse en letras negras: PAX. Se me ocurre que en pocos lugares habrá de respetarse tanto ese deseo. Pero la paz no alcanza.


“Paz y progreso” era el lema de un (no muy querido) presidente argentino. Al margen de las connotaciones que pueda adquirir la frase debido a las políticas adoptadas por quienes adhirieron al eslógan, los conceptos involucrados no son nada triviales. Rancagua tuvo alguna vez ambos durante el auge de la agricultura y la presencia del ferrocarril. La paz nunca se fue pero el cese de las funciones de su principal nexo con el país arrasó con las ilusiones de progreso. Hace casi un siglo, un tren a Rosario llevó prosperidad y esperanza a decenas de pueblos. Hoy se habla de un tren al mismo destino pero con otras intenciones. Es hora de que "los de arriba" archiven proyectos de despilfarro y rescaten del olvido a los pueblos relegados. Ya tienen paz: les falta progreso.


lunes, 11 de agosto de 2008

Rancagua: Entre la paz y el olvido

“Que suerte tienes Rancagua,
tienes perfume de pueblo
e impregna a todos tus hijos
con el aroma del tiempo”
José Ricardo Irusta (poeta local)



Aún en vacaciones, el lunes es un día peculiar. Trae aparejado una serie de molestas sensaciones: nos ponemos a pensar en las cosas que tendríamos que haber hecho la semana anterior, nos asaltan los arrepentimientos del sábado y el domingo, y nos castigamos delineando una lista mental de las tareas que no podemos dejar de hacer en estos siete días que comienzan (y que probablemente incluiremos en la primer categoría la próxima semana). Si el cielo amenaza con una lluvia inminente y el viento nos obliga a esconder nuestras narices detras del cuello de la campera, la situación es peor. Y ese es precisamente el panorama de este día lunes, en el que el gris del cielo se funde con el color de la ruta provincial nº 32 y hasta los árboles parecen teñirse de un verde más oscuro. La imagen es lúgubre, pero de repente y a la distancia, emergen dos altas columnas que salpican el sombrío paisaje de un brillante blanco y un radiante azul. A medida que me acerco, sobre ellas se van dibujando unas letras, pero hará falta situarse justo en frente para leer su inscripción: Bienvenidos a Rancagua.

Rancagua es un pueblo del norte de la provincia de Buenos Aires, ubicado en el el partido de Pergamino, a 17 kilómetros de la ciudad homónima y a 23 kilómetros de la localidad balnearia de Salto. Para la inmensa mayoría de los bonaerenses, será un lugar cuya existencia desconocen o, para los más informados, un diminuto punto en el gran mapa de la provincia. Para mí y mi familia materna se trata de pueblo de cuentos en el que nuestros antepasados han forjado perdurables amistades y gratos recuerdos que hemos heredado con agrado. Ésto se debe a que se encuentra a escasos kilómetros de La Benicia, una modesta pero queridísima estancia familiar cuya creación data del año 1856, en la que nos reunimos asiduamente con parientes y amigos. Y en cada una de esas ocasiones es, como lo era para nuestros abuelos y bisabuelos, cita obligada la visita a Rancagua, donde perpetuamos las amistades y seguimos sumando recuerdos.


Dos largos kilómetros separan las columnas que dan la bienvenida a locales y visitantes del corazón del pueblo. En ese trayecto, antiguos galpones desteñidos por el tiempo, viejos silos en probable desuso, enormes tractores estacionados, paradas de colectivo en composé con los colores de la entrada, las más diversas variedades de árboles y hasta un infaltable puesto del Gauchito Gil se disputan la atención de los recién llegados. A medida que uno se aleja de la ruta comienzan a aparecer esporádicas casas, algunas añejadas por los años y otras que parecen estar de estreno. Las distancias entre las construcciones se van acortando hasta que en una esquina, unas letras amarillas sobre un marco de madera recuedan a los olvidadizos que están en Rancagua. Una pequeña placa anexada recientemente lee “1904-2004”. La celebración del centenario fue todo un acontecimiento para el pueblo rancagüense que el día 6 de Noviembre del año referido, se reunió a pleno para compartir una misa, números artísticos, fuegos artificiales y una cena con baile en el club local.
En la cuadra siguiente al cartel, se erige un edificio de color tiza, con techo a dos aguas y pequeñas ventanas amarillas, flanqueado por varios árboles y rodeado de una cerca de ladrillo a la vista. Una pequeña tranquera yace abierta, lo cual es curioso porque es época de vacaciones y el establecimiento en cuestión alberga a la escuela primaria Nº 54 y a la media Instituto Comercial Rancagua. Se trata del único recinto educactivo de la localidad (a excepción de jardín de infantes) y, contrariamente a lo que mis prejuicios citadinos suponían, no se trata de una improvisada escuelita rural, sino de uno de los colegios más prestigiosos del partido, al que asisten alumnos de varias ciudades aledañas. Por esta razón las clases no comienzan hasta las 11 de la mañana, lo cual da tiempo a los residentes de otros pueblos a llegar en horario sin tener que levantarse de madrugada (vivir en provincia y asistir a la facultad en capital me hace sentir extrañamente identificada).

La imagen de una tranquera abierta me pareció siempre sumamente sugestiva. Es prácticamente una invitación a pasar que no acepta un ‘no’ por respuesta. En este caso, se me ocurre, esa insinuación podría simbolizar a la totalidad del pueblo. Rancagua lo recibe a uno con los brazos abiertos, con ganas de hacerlo parte de su historia. En cada ocasión que he venido, y ésta no es la excepción, me sorprende la sociabilidad de la gente. Todos los vecinos se saludan entre sí y también a los desconocidos. En el gran Buenos Aires, pienso, a cualquier ajeno al barrio le tememos, lo vemos como un ‘sospechoso’, esperamos a que pase para entrar a la casa, nos cruzamos de vereda. Acá, lo saludan. Y no de modo frío, mecánico. Es un gesto sincero y cordial. Y no hay excepciones: saludan los que caminan, los que andan en bicicleta, los que conducen autos y tractores, los que montan a caballo y hasta el chofer del Águila, el único colectivo de la zona cuyo recorrido (Pergamino-Salto) es tan extenso que uno podría perdonarle el mal humor. Pero allí está el hombre, agitando la mano con una sonrisa.

El núcleo de Rancagua consta de unas 50 manzanas, surcadas por calles pavimentadas. El asfalto se ve flamante, perfectamente liso y de un gris homogéneo, sin rasgos de los famosos “baches” que cubren la metrópolis. El hecho de ser nuevo es sin duda la causa principal de su impecable aspecto, pero seguramente tenga que ver también el escaso tráfico que recorre estas calles. Apenas un par de camionetas y algún que otro auto se cruzan en el camino. Y no es inusual encontrarse con máquinas cosechadoras o familias enteras a caballo. El sonido al andar de estos animales, el cantar de los pájaros y el silbido del viento son lo único que se escucha en estos pagos. Claro que es la hora de la siesta y, se sabe, en el interior es sagrada. Pero me cuesta creer que el ruido pueda alcanzar aquí decibeles muy altos.
En las veredas, conviven casitas nuevas o al menos recién pintadas, con verdaderos monumentos históricos. Todas las construcciones son bajas y, en algunos casos, las ventanas están ocultas tras la frondosidad de la arboleda. Las bicicletas yacen sobre la acerca, sin candados ni cadenas. En cada esquina, un poste con carteles enchapados de color azul y con letras blancas informa sólo el nombre de las calles. Al parecer, la altura y el sentido no son datos necesarios en un lugar como éste, basta con saber la intersección para ubicarse.
En una de esas intersecciones, se alza el Club Argentino Social y Deportivo, toda una institución en Rancagua. Su sede es un austero edificio de ladrillos rojos y puerta blanca, en cuyo costado se halla una placa que reza: “Fundado el 23 de Marzo de 1923”. Consta de un buffet, canchas de bochas y fútbol y un gran salón que se alquila para ocasiones especiales. Recuerdo una visita en que nos contaban que el pueblo estaba convulsionado porque ese día se festejaban dos grandes eventos, un bautismo y un cumpleaños de 15, lo cual era demasiado para una localidad donde todas las familias se conocen. Frente al Club, se encuentra la Cooperativa eléctrica, telefónica, de vivienda y otros servicios públicos. Como su (largo) nombre sugiere, de su buen funcionamiento depende en gran medida el bienestar de la población. Mi tío (quien decidió acompañarme al igual que mi padre en este recorrido por Rancagua) me comenta que uno de los beneficios de asociarse a la cooperativa es que ofrece entierro gratuito en el cementerio local. Me sonrío al recordar lo que decía una publicidad, eso de “siempre es mejor ser socio”. Me explica también que la calle sobre la que nos encontramos, llamada Raúl Santoro, debe su nombre a un médico rosarino que se instala en el pueblo en la década del 60 y emprende una ardua investigación en pos de encontrar una medida de prevención contra la enfermedad endémica “mal de los rastrojos”, que por esos años se cobraba varias vidas en la zona. Mi tío me dice que su aporte a la tarea fue clave pero el mérito se lo llevaron los médicos estadounidenses que registraron la vacuna. Es la historia de siempre, pienso, pero al menos el pueblo que lo acogió durante años sí reconoció su trabajo.


Después de sacar unas fotos por la calle, regresamos al auto (que habíamos dejado abierto y en marcha, tal es el nivel de confianza que inspira este lugar) y nos dirigimos a visitar la tienda Ravel, atendida por una familia a la que mis tíos y madre conocen desde siempre. Don Raúl Martín, el dueño, accede gustoso a compartir una charla y nos invita enseguida a tomar unos mates en el living de su casa, al fondo del local. Me comenta que tiene ese negocio desde hace 30 años, que originalmente era sólo peluquería, luego comenzó a vender billetes de lotería y a incorporar paulatinamente otras mercaderías: hoy vende ropa, artículos de perfumeria, y huevos y miel producidos en su propio campo (mi padre aprovecha para reservarle unos tarros). Entre mate y mate, surge el tema de que los hijos antiguamente nacían en las casas. Don Raúl nos cuenta:
-Los vecinos de la esquina vivían en el campo. El tipo una vez se vino a buscar a la partera. Y antes de la partera, a la mitad del camino, había un boliche. Y se juntaron el pariente, el hermano y él. Se pusieron borrachos, estuvieron ocho días en el boliche. Y cuando fue, ya el pibe había nacido solo.
Ante nuestra sorpresa, ofrece los apellidos de los involucrados para reafirmar la veracidad de lo que nos dice. Mi tío le pregunta si no va a quedar como un cuentero. Yo le digo que no se preocupe, que mi trabajo acá no llega.
Me habían comentado que los chicos del Instituto Comercial publicaban un diario. Apenas lo menciono, Raúl se pone de pie y me da un número del “ArteSano”, el periódico local editado por el taller de periodismo de la escuela, con la colaboración de varias familias cuya ayuda se agradece con una mención. Son 20 páginas de artículos realizados por profesores y alumnos del establecimiento. En la última, figuran los cumpleaños del mes, y los recientes nacimientos y fallecimientos. Me sorprende ver que en los anuncios publicitarios de los negocios locales (también hay algunos de la ciudad de Pergamino) sólo figura el nombre del local o de su dueño y, en algunos casos, el teléfono pero casi en ninguno aparece la dirección. Otra pauta más de lo mucho que se conoce la comunidad: todos saben donde encontrarse.

Don Raúl me propone presentarme a un vecino que ha escrito un libro sobre Rancagua. Sin ningún problema, cierra el local y se nos une en el auto con rumbo a la Asociación Agricultores Federados donde enseguida se le acerca un hombre a saludarlo. Me presenta a José Ricardo Irusta, quien ante mi explicación ofrece prestarme su libro. Así es la gente en estos pagos, nunca dudan en dar una mano aún si se trata de desconocidos. Lo acompañamos hasta su casa (acá todas las distancias son cortas) y mientras juego con Pompón, un diminuto perro que al principio ladra como fiera sin ninguna noción de su tamaño, Irusta me alcanza una encuadernación titulada “Historia de mi pueblo”. Es una compilación en la que Irusta incluyó fotografías, datos y fechas claves y poemas de su autoría. Le pregunto que lo motivó a escribir. Me dice:
-Yo nací en Salto, pero llegué a Rancagua con horas de vida. Soy como un hijo adoptivo. El libro lo escribí por amor y en agradecimiento.





El siguiente destino es lo que podría ser llamado el centro de la localidad. Me refiero a la Plaza “12 de Octubre”, en la que todo está pintado de azul y blanco, al igual que la entrada al pueblo. Hay subibajas, hamacas, trepadoras, y me sonrío al pensar que me he roto más de un pantalón deslizándome por las tablas de madera de ese tobogán. Debajo de uno de los bancos, descansa una pelota de fútbol. Los chicos la dejan ahí al terminar de jugar, con toda la confianza de que estará allí cuando vuelvan. Me pregunto cuánto tardaría en desaparecer en cualquier otra plaza.
Enfrente se erige la Capilla Nuestra Señora de Luján. Es una construcción adorable hecha de ladrillos colorados, con una gran puerta de madera oscura entre dos faroles negros. En lo alto, posee una cruz y una campana y en el medio de éstas, se encuentran dos nidos de hornero que están allí desde que tengo memoria. Imagino en cuantas fotos, en cuantos recuerdos de bautismos, comuniones y casamientos aparecerán esas dos pequeñas cuevitas. En el interior de la capilla, los largos y clásicos bancos utilizados por los fieles durante el servicio religioso tienen asignados ya los nombres de cada una de las familias pueblerinas que asisten a misa.
A un lado de la plaza, se encuentra el jardín de infantes Nº 906 “Mi sueño”. El edificio es bastante similar al de la escuela, acaso porque sus aulas fueron las primeras fundadas para albergar a los niños ávidos de aprender. Al otro lado se encuentran la delegación municipal, el destacamento policial y la sala de primeros auxilios “Dr. Ricardo H. Fernández”. Un lugareño nos comenta que sólo está abierta de 7 a 11. “Acá nos enfermamos de mañana nomás”, bromea.

Una de las construcciones más bellas de la zona es la antigua estación del ferrocarril Belgrano. Es un edificio blanco y gris, con puertas y ventanas azules y una hermosa galería sostenida por columnas celestes, con capiteles ornamentados. El tren fue de vital importancia para la gestación y desarrollo del pueblo. Por su presencia, Rancagua llegó a ser pujante y a tener gran influencia en la economía agrícolo-ganadera de la región. Pero el cese de sus funciones, hace más de 45 años, tuvo graves consecuencias para la comunidad. El pueblo padeció un rápido despoblamiento seguido por un pronunciado estancamiento del que nunca pudo recuperarse plenamente. Hoy, los andenes del ferrocarril que levantó y condenó a la problación funcionan como sede del Centro de Jubilados y Pensionados, cuyos miembros se juntan a compartir comidas y a disfrutar de afables partidos de tejos y bochas.

A varias cuadras del corazón del pueblo, en lo que podrían llamarse “las afueras”, nos encontramos con el cementerio local. Es un edificio blanco, notablemente deteriorado por el paso del tiempo que le dio una tonalidad gris y amarillenta a sus paredes. Un gran portón de rejas negras protege el descanso de los que ya no están entre nosotros. Encima de la entrada, y sobre una cruz, puede leerse en letras negras: PAX. Se me ocurre que en pocos lugares habrá de respetarse tanto ese deseo.