lunes, 8 de diciembre de 2008

El viajar ¿es un placer?

Quedan apenas dos hojas en el almanaque y, como siempre, nos encontramos indefensos e influenciables ante el fervor publicitario propio de las vísperas de vacaciones. Agencias de turismo, hoteles, casinos y espectáculos prometen, desde las paginas de diarios y revistas y desde la pantalla del televisor, placer, diversión y relax asegurados. Pero, ¿es así de sencillo?, ¿es posible ponerle fecha y tarifa a tan íntimas y subjetivas sensaciones?

Cuando una persona emprende un viaje, o cuenta que va a hacerlo, se le suele preguntar “¿por negocios o por placer?”. En el imaginario colectivo, lo primero está asociado a horarios fijos y obligaciones; lo segundo al disfrute y el libre albedrío. Pero cualquiera que haya realizado un viaje tiene derecho a dudar de esta arbitraria diferenciación. Las vacaciones imponen de antemano caprichosos límites. Límites de tiempo, en primer lugar. Una semana, quince días, un mes. La duración variará según el caso pero, salvo excepciones dignas de envidia, siempre sabemos que pasado determinado lapso, es necesario volver (a la casa, al trabajo, al estudio). Se me ocurre que ha de ser esta conciencia absoluta de la fecha de retorno la que más aleja al viaje de la experiencia placentera que prometen las agencias. “Rompé con la rutina, desconectáte, olvidáte del reloj”, nos recomiendan. Pero ¿cómo lograrlo si sabemos, aunque a menudo nos neguemos a admitirlo, que lo que vivimos no es más que una ficción, una mentira que se acaba en pocos días? No por nada, “pasajero” significa viajero pero también fugaz. ¿Cómo olvidarnos del reloj si éste no se toma vacaciones y no deja de perseguirnos? En el hotel se sirve el desayuno hasta determinada hora, a la playa hay que ir antes o después del horario peligroso de exposición al sol, el micro o avión tienen hora de partida y de llegada...Las imposiciones se hacen peores si hemos contratado alguna agencia de turismo: a tal hora nos recoge la van, la excursión comienza temprano, disponemos de media hora para almorzar, el parque o el museo cierran por la tarde...y es que, ¿qué es el tour sino la racionalización máxima del tiempo de ocio? “El viajero es siempre un condenado y el tiempo y su desliz se vuelven aún más angustiosos” dice Caparrós desde las páginas de Larga(s) distancia(s). La obligación de aprovechar a ultranza cada momento de ese comprimido paquete de días y actividades se vuelve a veces un peso insoportable para la mente y también para el cuerpo, ¿quién no ha sentido al cabo de unos días de excursiones y paseos el cansancio innegable que hace caer los párpados y arrastrar las piernas? Además, ¿cuánto tiempo pasa antes de que el esquema de las vacaciones se convierta en una nueva rutina?

Pero no sólo al tiempo responden los caprichos de las vacaciones. También a los lugares. Los distintos destinos vacacionales suscitan un “no podés dejar de ir”, del que es difícil escapar. ¿Ir a París y no visitar el Louvre o la Torre Eiffel?, ¿viajar a Londres y no fotografiarse junto al Big Ben?, ¿irse de Nueva York sin haber visto la Estatua de la Libertad?, ¿pasar por Roma sin maravillarse frente al Coliseo? La lista es infinita: cada ciudad tiene su(s) punto(s) de interés turístico y hace falta verdadera determinación para negarse a visitarlos. Probablemente porque ello requiera no sólo de nuestra mera decisión, sino también de la resistencia a los folletos, libros y artículos de merchandising locales –llaveros, postales, remeras, imanes para heladera y otros tantos objetos con la forma y/ o imagen de esas atracciones- y de la disposición a explicar a todas y cada una de las personas que nos pregunten por nuestro viaje por qué no hemos visitado el Buckingham Palace o la Torre de Pisa. Claro que no pretendo negar que esos lugares merezcan ser visitados, pero ¿qué tanto podemos disfrutarlos si ya cargamos con la obligación de fotografiarlos y admirarlos? Admirar no es sólo causar placer, sino también sorpresa. Y aunque no dudo que la majestuosidad de esos monumentos o edificios sea digna de sorprender hasta al más prevenido, la experiencia indudablemente sería distinta si nuestra retina no hubiese registrado sus imágenes una infinidad de veces. Y el goce estético verdadero se hace aún más complicado sabiendo que sólo disponemos de un par de horas para lograrlo.

Existe un último capricho al que responden las vacaciones – o mejor dicho, el último que mencionaré- y es el de las actividades, el “no podés dejar de hacer”. Me refiero a viajar en un autobús de dos pisos en Inglaterra, andar a camello en Egipto, tomar una caipirinha en Brasil, comer pasta en Italia o bailar tango en Argentina. Se trata de esas pequeñas cosas que vemos en películas, series o revistas como rasgos característicos de un país y pensamos –o nos hacen pensar- que es nuestra obligación como turistas intentarlas. “Hay que cumplir con los mitos”, dice Caparrós. Y es que la mayoría de esas actividades son más construcciones del imaginario simbólico que verdaderas costumbres locales, ¿o acaso creemos que todos en Egipto andan a camello o que todos los argentinos sabemos bailar tango?

Podemos pensar entonces, ¿cuál es en realidad la diferencia entre el viaje de negocios y el de placer? Quizás sea solamente que mientras en el primero sabemos de antemano que el disfrute no es la prioridad, en el segundo compramos la ilusión de que sí lo es. O que en el primero cobramos para cumplir con nuestras obligaciones mientras en el segundo pagamos para hacerlo. Si los paseos y actividades que contratamos para distendernos terminan abarrotando las páginas de nuestra agenda como en cualquier otra época del año, ¿no hemos sacrificado lo que fuimos a buscar en primer lugar: tiempo de ocio y libertad para elegir como ocuparlo? Acaso sea por todo esto que terminamos disfrutando más una sesión de lectura en el hall del hotel o un cafecito en un bar que una excursión por la que hemos pagado un dineral. ¿Y si la próxima vez que planeemos un viaje a algún lado alternamos la visita a los puntos clave del circuito turístico con un par de días libres para perdernos sin miedo por las calles de la ciudad o para quedarnos leyendo en una plaza sin el tic tac del reloj apurando la lectura? Quizás sea así y no exprimiendo los días y sobreexigiéndole a nuestros cuerpos como logremos disfrutar al máximo nuestra estadía.