lunes, 28 de abril de 2008

Crónica BAFICI

Miércoles 9 de abril. Ya estaba planeada para ese día la visita al BAFICI. La película elegida era Déficit. La función, la de las 13:30. Así que alrededor de las 12:45 hs, mi amiga y yo emprendimos la ida a Villa Urquiza junto a nuestra fiel compañera de aventuras: la guía T. Ella suele saber a donde dirigirnos, pero dado que yo (y lo admito sin ningún tipo de reparo) soy la persona más desorientada que he conocido, siempre es bueno contar con una ayuda adicional. Caminamos unas cuadras hasta Corrientes y luego nos tomamos el subte. Por algún motivo que aún desconocemos, éste se detuvo dos estaciones antes del final de recorrido y, algo alteradas porque no disponíamos de mucho tiempo, debimos bajar y esperar al siguiente. Finalmente llegamos a la estación Federico Lacroze y, previa consulta a la guía T para confimar, comenzamos a caminar hacia el Teatro 25 de Mayo, ubicado sobre la Calle Triunvirato. Llegamos con apenas 10 minutos de antelación y ya de lejos, nos enfrentamos con un panorama desalentador: una larga fila se extendía frente a la boletería. No hacía falta ponerlo en palabras, ambas sabíamos que teníamos pocas chances de llegar a tiempo para el comienzo de la película, pero tácitamente acordamos hacer el intento de todos modos. Miré hacia adelante y una cara me pareció familiar. Se lo comenté a mi amiga bajando la voz: “¿esa chica no es conocida?”. “Sí, trabaja en la película que estamos por ver, la eligió (el actor y director) Gael García Bernal personalmente” me respondió ella, bien informada. Ambas bromeamos sobre como la envidiábamos por haber tenido el gusto de estar cerca de “semejante hombre” y estuvimos de acuerdo, aunque quizás sólo para calmar nuestra impaciencia, en que si ella y quienes la acompañaban todavía no habían entrado a la sala, podíamos tener la esperanza aún de llegar a tiempo. Mi amiga me dijo que aguardara mientras ella iba a preguntar adentro si había alguna posibilidad de evitar esa fila. Se acercó a un hombre vestido de negro que cortaba las entradas en la puerta de la sala, y me hizo una seña con las manos para que me acercara. Abandoné mi lugar en la cola y me dirigí, apresurada, hacia ella. “Esperénme un momentito acá”, nos dijo el sujeto de apariencia simpática que, en ese momento, era mi persona favorita en el mundo. Nos hicimos a un lado y dejamos pasar a una pareja que ya tenía sus entradas en la mano. “Síganme” nos indicó el hombre y se dirigió a la boletería. Le dijo al que vendía las entradas que hiciera una fila exclusivamente para los espectadores de la función inmediata. “Es esa” le respondieron del otro lado de la ventanilla, señalando la cola en la que habíamos estado minutos antes y en la que ya habíamos perdido nuestros preciados lugares. El sujeto de negro ya no era mi persona favorita en el mundo, más bien lo contrario. Se dio vuelta, pidió disculpas y nos dijo que no nos preocupáramos, que llegaríamos a tiempo. Mis amiga y yo nos miramos perplejas. Ahora sí que era tarde. Pero enseguida, un señor un tanto mayor que ostentaba la posición número uno en la fila nos dijo “pasen chicas, yo quiero reservar para la función de la noche, no para ésta”. Le agradecimos con ganas y comprámos nuestras entradas. La vacante para "mi persona favorita en el mundo” ya había sido ocupada nuevamente. Ni siquiera miramos el reloj, no había tiempo. Corrimos a la puerta de la sala y entregamos nuestros tickets al hombre que minutos antes había puesto en peligro nuestro día. “¿Ahora si? ¡Bien!” nos dijo y nos dejó pasar. “Me cae bien de nuevo” le comenté a mi amiga y fuimos a ocupar nuestros lugares. La proyección aún no había comenzado. Miré a mi alrededor y pude apreciar la sala en su totalidad. Era extraño estar en un teatro propiamente dicho, con sus palcos, telones y escenario, pero a punto de ver una película. De repente, se oscureció la sala y se hizo silencio. Sobre un fondo negro, emergieron letras blancas formando la palabra "DÉFICIT". Apareció Gael en el asiento de un auto pero algo andaba mal: su boca se movía, no se escuchaba nada y sin embargo, aparecían subtítulos sobre la pantalla. Peor aún, ¡los subtítulos eran en francés!. Pasó un minuto que fue una eternidad. ¿Acaso nadie se daba cuenta? Todos los espectadores comenzámos a hacer palmas para llamar la atención de quien estuviese a cargo de la proyección, algunos silbaban, otros gritaban. Finalmente, alguien respondió a nuestro pedido. El audio comenzó a escucharse (la película era hablada en español) , pero los subtítulos en francés no se fueron ni se irían de la pantalla hasta el final de la película. Algunos murmullos evidenciaban que el público aún no estaba conforme. Tampoco lo estábamos mi amiga y yo; esas pequeñas letras amarillas actuaban como un molesto foco de distracción, pues era inevitable mirarlas aún sabiendo que no obtendríamos nada de ello. De a poco el ruido de voces se fue apagando. La resignación había ganado.
Me dediqué a ver la película. La trama era excesivamente sencilla y trillada, plena de lugares comunes. Transcurría en una quinta en México, donde el personaje de Gael, un mimado niño rico, organizaba un asado e invitaba a sus amigos. Seguramente se había pretendido mostrar los conflictos entre dos clases sociales antagónicas: la alta, representada por Gael y sus invitados, y la baja, representada por sus empleados, los caseros de la quinta. Pero el resultado era una presentación sucesiva de estereotipos y la sensación de una “constante introducción”, pues termina cuando uno aún espera el nudo central de argumento.
Setenta y nueve minutos después, dejábamos la sala. La película nos había defraudado a ambas. Caminamos hacia la salida, con nuestros ojos incómodos ante el brillo del sol que había reemplazado a la total oscuridad. Unos pasos adelante de nosotras, la muchacha “de cara familiar” que habíamos visto haciendo la fila, y besando a Gael en la pantalla segundos antes, se abrazaba con quien seguramente era su madre. La señora la llenaba de elogios, y también alababa la película. Me pregunté que hubiese hecho de ser la hermana o amiga de la actriz, qué hubiese respondido ante el inevitable "¿Y, te gustó?". Sólo pude alegrarme de no encontrame en semejante situación.

viernes, 25 de abril de 2008

Mi historia como escritora

Mi hermano y yo habíamos armado una carpa con sábanas y broches en el jardín de nuestra casa. Adentro, habíamos colocado un juego de mesa y sillas de madera, adaptado a nuestro tamaño, que siempre nos acompañaba en nuestras actividades. En ese espacio creado por nuestra imaginación, tiene lugar mi primer recuerdo fehaciente en materia de escritura. Yo no tenía más de cuatro años y aún no empezaba primer grado. Mi hermano, siendo dos años mayor, ya había aprendido a leer y a escribir en la escuela. Nunca supe si por por aburrimiento o impulsado por verdadero amor fraternal, ese día decidió dedicar su tiempo a enseñarme a “dibujar” las letras. Papel y lápiz en mano, él iba marcando los trazos lentamente, mostrándome y describiéndome el movimiento que cada una requería, y luego, invitándome a emular las formas al lado de las que él hacía. El ejercicio también incluía reconocer cuáles letras debía seleccionar, y cómo debía disponerlas para formar palabras simples y conocidas, especialmente nuestros nombres y el de mis padres.
Después de esa escena, perfectamente delineada en mi mente, mi memoria se rehúsa a recuperar cómo continuó mi viaje por el camino de la escritura a lo largo de la primaria. El siguiente momento significativo debo atribuírselo a mi paso a la secundaria, el momento en que desaparece “la seño” y aparecen distintas docentes a cargo de cada una de las materias. Es justamente de la profesora de Lengua de la que tengo el mejor recuerdo. Fui su alumna a lo largo de tres años en los que considero me formé como escritora. Es en esta etapa, y gracias a ella, que optimicé mi ortografía, enriquecí mi vocabulario y desarrollé mi capacidad de producir textos de diversos géneros y estilos. Prácticamente todas las semanas debíamos hacer algún tipo de ejercicio de redacción, siempre con una consigna clara pero también con total libertad de expresión. Desafortunadamente, cada uno de esos textos perduran hoy sólo en mi recuerdo porque, ante la falta de espacio y la acumulación de nuevos libros y cuadernos a lo largo de los siguientes años (no sólo míos, también de mi hermano), no conservo las carpetas de aquella etapa. Mis últimos tres años de secundaria no fueron tan fructíferos en este terreno; era un colegio diferente y con distintas docentes que, tengo la impresión, malinterpretaron el nombre de la materia “Lengua y literatura”, y sólo se centraron en la segunda parte, ya que nos colmaban de libros para leer pero no otorgaban ningún lugar a la escritura, excepto claro en los exámenes en los que se evaluaba nuestra comprensión de las lecturas. Debo introducir aquí una particularidad que me acompaña a lo largo de mi vida e influye en mi experiencia como lectora y también como escritora. Es el hecho de haber estudiado el idioma inglés prácticamente a la par de mi aprendizaje de la lengua materna, lo cual deriva en que una gran mayoría de los libros que he leído “por gusto” no son en español y lo mismo sucede con los textos que he producido: paralelamente con ese “estancamiento” creativo en el ámbito escolar, hacía un intenso trabajo de composición en inglés particular.
La última etapa -hasta el momento- de mi historia como escritora es muy reciente. Corresponde al Taller de Semiología del CBC, en el que por primera vez, tuve un espacio pura y exclusivamente dedicado a la producción de textos. Debo admitir que, al principio, temía no estar preparada para la tarea. Pero afortunadamente, pude superarla sin percances y, lo que es más importante, disfrutándola a cada paso. Lo más trascendental para mí de esta experiencia, fue la posibilidad de incorporar conocimientos a mis textos, con los que no contaba anteriormente, y gracias a los cuales pude diversificar el rango de temas para abordar y volcarme con mayor confianza a la elaboración de textos argumentativos y notas de opinión.

Rebelión en la Infancia

Existe un libro que guardo en mi memoria como el primero por el que sentí verdadera emoción. Yo tenía 13 años y mi experiencia como lectora no había sido muy rica ni muy variada. La propuesta literaria escolar se limitaba a relatos pasatistas de aventuras y romances adolescentes que me resultaban aburridos, irreales y pretenciosos (siempre terminaban con alguna absurda lección de vida). Fue entonces cuando, por recomendación de una profesora de inglés ajena al ámbito escolar, comencé a leer “Rebelión en la granja”, de George Orwell.
Recuerdo claramente que enseguida me sentí atrapada por aquel libro. La narración era sencilla y la cantidad de páginas no me resultaba atemorizante. La trama consistía en un grupo de animales que, hartos de ser víctimas de abusos y maltratos, deciden organizar una revolución para expulsar al dueño de su granja y vivir bajo sus propias reglas, las cuales básicamente profesaban la igualdad y la prohibición de adoptar hábitos humanos. Los cerdos, autoerigidos como líderes, llevan a cabo una próspera administración, pero rápidamente surgen diferencias entre dos de ellos y uno, tirano y perverso, expulsa a su competencia e instaura una cruel e injusta dictadura que contradice por completo todos los ideales de la revolución.
El argumento por si sólo me parecía sumamente profundo e interesante. A pesar de mi temprana edad y escasa formación en el tema de la política, podía entender el mensaje acerca de la corrupción engendrada por el poder. Me resultó curioso pensar que hallaba irreales los relatos escolares de adolescentes, pero jamás cruzó por mi cabeza hacerle esa crítica a este relato protagonizado por animales. Ya me habían advertido que había algo más detrás de esta novela, así que al concluirla comencé a leer, preguntar e investigar sobre ella. Descubrí entonces que se trataba de una sátira de la revolución rusa, en la que podía encontrarse un claro paralelismo entre los animales de la granja y personas reales de la historia. El tema me era desconocido, aún no lo había estudiado en el colegio, pero esta alegoría representó para mi una sutil y clara introducción a la cuestión política, y una lectura no sólo entretenida sino también altamente didáctica. No es casualidad que aún hoy, después de varios años, siga ocupando un lugar privilegiado en mi lista de favoritas.