Mi hermano y yo habíamos armado una carpa con sábanas y broches en el jardín de nuestra casa. Adentro, habíamos colocado un juego de mesa y sillas de madera, adaptado a nuestro tamaño, que siempre nos acompañaba en nuestras actividades. En ese espacio creado por nuestra imaginación, tiene lugar mi primer recuerdo fehaciente en materia de escritura. Yo no tenía más de cuatro años y aún no empezaba primer grado. Mi hermano, siendo dos años mayor, ya había aprendido a leer y a escribir en la escuela. Nunca supe si por por aburrimiento o impulsado por verdadero amor fraternal, ese día decidió dedicar su tiempo a enseñarme a “dibujar” las letras. Papel y lápiz en mano, él iba marcando los trazos lentamente, mostrándome y describiéndome el movimiento que cada una requería, y luego, invitándome a emular las formas al lado de las que él hacía. El ejercicio también incluía reconocer cuáles letras debía seleccionar, y cómo debía disponerlas para formar palabras simples y conocidas, especialmente nuestros nombres y el de mis padres.
Después de esa escena, perfectamente delineada en mi mente, mi memoria se rehúsa a recuperar cómo continuó mi viaje por el camino de la escritura a lo largo de la primaria. El siguiente momento significativo debo atribuírselo a mi paso a la secundaria, el momento en que desaparece “la seño” y aparecen distintas docentes a cargo de cada una de las materias. Es justamente de la profesora de Lengua de la que tengo el mejor recuerdo. Fui su alumna a lo largo de tres años en los que considero me formé como escritora. Es en esta etapa, y gracias a ella, que optimicé mi ortografía, enriquecí mi vocabulario y desarrollé mi capacidad de producir textos de diversos géneros y estilos. Prácticamente todas las semanas debíamos hacer algún tipo de ejercicio de redacción, siempre con una consigna clara pero también con total libertad de expresión. Desafortunadamente, cada uno de esos textos perduran hoy sólo en mi recuerdo porque, ante la falta de espacio y la acumulación de nuevos libros y cuadernos a lo largo de los siguientes años (no sólo míos, también de mi hermano), no conservo las carpetas de aquella etapa. Mis últimos tres años de secundaria no fueron tan fructíferos en este terreno; era un colegio diferente y con distintas docentes que, tengo la impresión, malinterpretaron el nombre de la materia “Lengua y literatura”, y sólo se centraron en la segunda parte, ya que nos colmaban de libros para leer pero no otorgaban ningún lugar a la escritura, excepto claro en los exámenes en los que se evaluaba nuestra comprensión de las lecturas. Debo introducir aquí una particularidad que me acompaña a lo largo de mi vida e influye en mi experiencia como lectora y también como escritora. Es el hecho de haber estudiado el idioma inglés prácticamente a la par de mi aprendizaje de la lengua materna, lo cual deriva en que una gran mayoría de los libros que he leído “por gusto” no son en español y lo mismo sucede con los textos que he producido: paralelamente con ese “estancamiento” creativo en el ámbito escolar, hacía un intenso trabajo de composición en inglés particular.
La última etapa -hasta el momento- de mi historia como escritora es muy reciente. Corresponde al Taller de Semiología del CBC, en el que por primera vez, tuve un espacio pura y exclusivamente dedicado a la producción de textos. Debo admitir que, al principio, temía no estar preparada para la tarea. Pero afortunadamente, pude superarla sin percances y, lo que es más importante, disfrutándola a cada paso. Lo más trascendental para mí de esta experiencia, fue la posibilidad de incorporar conocimientos a mis textos, con los que no contaba anteriormente, y gracias a los cuales pude diversificar el rango de temas para abordar y volcarme con mayor confianza a la elaboración de textos argumentativos y notas de opinión.
viernes, 25 de abril de 2008
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