lunes, 27 de octubre de 2008

¡Plagio!, ¿Plagio?

En 2006 el prestigioso jurado del certamen de novela La Nación-Sudamericana revocó el fallo que daba como ganadora a Bolivia Construcciones del periodista Sergio Di Nucci luego de constatar las “extrañas similitudes” que un joven lector había advertido entre ésta y Nada, de la catalana Carmen Laforet. ¡Plagio! gritaron enseguida algunos escritores, deleitados ante la oportunidad de defender con uñas y dientes la propiedad artística, violada por el atrevido periodista. Pero frente a estas circunstancias, conviene no caer en la discusión superficial y la criminalización de Di Nucci. Más valioso será preguntarse, ¿qué tan válido es hablar de plagio?

Para comenzar, cabe reflexionar sobre la pertinencia de aplicar al arte, en general, y a la literatura, en particular, términos y conceptos propios de otros campos de la vida. En la controversia Bolivia construcciones se habló de delito y delincuencia; “plagio” suele asociarse a las ideas de “propiedad”, y de “robo” o incluso “estafa”. Sin embargo, la mayoría de las personas coincidirán en que no es lo mismo poseer un auto que escribir un poema o robar un banco que evocar fragmentos de una obra. Ignorar estas diferencias implica confundir lógicas de funcionamiento claramente distintas. En segundo lugar, podemos preguntarnos sobre los motivos que guían a un artista a recurrir a obras ajenas al construir la propia. Mientras algunos ven en esto, una lisa y llana “mal intención”, otros eligen esquivar la miopía y descubir la riqueza de la reescritura y la resignificación. Warhol y Duchamp tomaban objetos e imágenes existentes y los convertían en una crítica al sistema. Pero ni siquiera es necesario ir tan lejos. Basta con tomar una frase de un párrafo y situarla en un entorno textual distinto: el sentido puede variar dramáticamente. En esta línea, la carta enviada por docentes y graduados de la facultad de Filosofía y Letras al diario La Nación sostiene que “sin deliberadas trasformaciones entre textos, a veces evidentes, otras recónditas, la literatura no existiría.”

Para continuar, sería apropiado indagar sobre lo que se entiende por plagio. Es llamativa la facilidad con que se invoca la palabra al hablar de algunos compases en canciones o unos párrafos o páginas de libros, mientras nada se dice sobre la absurda cantidas de telenovelas y películas que, al margen de pequeñisimas variaciones, parecen salidas de un mismo molde. Una y otra vez, aparece la historia del muchacho rico y la empleada pobre que se enamoran y se casan, superando los obstáculos que se interponen en su camino y que siempre incluyen un falso embarazo o una ceguera temporal. Más aún, en esos casos es evidente que no se busca una resignificación (a menos que se trate de una parodia, por ejemplo) sino la mera garantía de lucro mediante la repetición de una fórmula que ya ha probado –infinidad de veces- su éxito. En este punto, puede encontrarse una convergencia con lo dicho por la crítica literaria Josefina Ludmer quien plantea que el derecho de autor permitió “privatizar el producto cultural”, es decir, que no protegió el arte sino las regalías. Lo que se evidencia en ambos casos es que prima la búsqueda de ganancias, la defensa de la originalidad y la unicidad de una idea sería conveniente en determinadas circunstancias pero no en otras.


En conclusión, resulta necesario replantearse el significado de la palabra y la práctica del plagio y sus vinculaciones con el interés económico antes de esgrimir una rápida crítica contra cualquier artista cuya obra manifieste “extrañas similitudes” con otra. No es lo mismo una copia literal, absoluta y carente de elaboración que un rico y complejo juego de palabras propias y ajenas.

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