Durante el mes de septiembre, una sucesión de paros docentes, asambleas estudiantiles, tomas, marchas y cortes de calles convulsionaron un ámbito que, debe admitirse, nunca se caracterizó por un clima calmo: el de la Universidad de Buenos Aires. Las acciones tuvieron lugar en las tres sedes de la Facultad de Ciencias Sociales y las de Filosofía y Letras, Arquitectura y Medicina. Cada una planteó problemas específicos pero todas coincidieron en el reclamo por el aumento presupuestario y el pago de salarios justos a la comunidad docente. Los medios se hicieron eco de los sucesos y –en su mayoría- alimentaron con gusto el ya instalado imaginario popular de los “alumnos politizados” de la UBA que no van a la facultad a estudiar. La sociedad criticó los paros y cortes y el Gobierno no le dio una seria relevancia en su agenda. Ante estos hechos, cabe preguntarse el por qué del ataque generalizado a lo que debería ser uno de los mayores orgullos de cualquier nación: una universidad pública y gratuita que es sinónimo de excelencia.
La cuestión puede abordarse de dos maneras. Por un lado, analizando las implicancias de la gratuidad de la enseñanza superior a nivel general. Algunos sostienen que constituye una injusticia pues son los pobres los que pagan para que estudien los ricos. Con respecto a esto debe decirse que si bien es cierto que son los impuestos de los ciudadanos los que sostienen la universidad pública, el peso que recae sobre los distintos sectores no responde a una característica inherente al tipo de financiamiento sino a una falla del sistema impositivo que grava inequitativamente a los miembros de la sociedad. Es la estructura tributaria la que debe corregirse y no el carácter gratuito de la enseñanza. Además, debe considerarse que si sólo aquellos que pueden pagar sus estudios tienen acceso a una educación superior, se perpetúa un sistema que otorga bienestar y poder a aquellos que poseen recursos mientras condena a la obediencia y la desdicha a los que no los tienen.
La otra forma de abordar el asunto consiste en hacer foco en la situación argentina y, en particular, de la UBA que por estos días ratificó la gratuidad de sus carreras y el ingreso irrestricto. Fundada en 1821, esta casa de estudios enfrenta día a día las consecuencias del ahogo presupuestario al que la han sometido y aún someten las autoridades políticas del país. Edificios que amenazan con derrumbarse, aulas sin calefacción ni ventilación, pasillos probremente iluminados, baños en pésimas condiciones son sólo algunas de las deficiencias que deben soportar alumnos, empleados y docentes, sin olvidar la insuficiencia –o falta- de salarios de estos últimos. Y a pesar de todo, la UBA sigue siendo la única universidad argentina -y una de las pocas de América Latina- que ocupa un lugar en un reconocido ranking que distingue a las mejores instituciones del mundo, la única que contó entre sus filas de graduados y/o docentes a los cinco argentinos galardonados con el Premio Nobel, la única que genera respeto y reconocimiento en todos los ámbitos y a nivel internacional. En la gran mayoría de los países del globo, un título de una casa de estudios de esta índole implicaría una enorme inversión de dinero. Basta pensar en las series y películas norteamericanas, en las que los padres de clase media ahorran toda su vida para costear la educación universitaria de sus hijos. En Argentina, en cambio, excelencia académica no es sinónimo de necesidad de fortuna. En palabras de Pablo Alabarces, doctor en Sociología y docente de la UBA: “somos el único país del continente donde un hijo de las clases populares podía llegar a doctorarse en su universidad pública, gratuita y cogobernada”.
Otro eje de discusión en torno a la UBA ha sido el ingreso irrestricto. Se sostiene que es una de las causas de su ineficiencia y que es imposible garantizar la calidad de la enseñanza en un contexto de masividad. Sin embargo, el libre acceso es también parte del espíritu democrático e igualitario que valoriza la UBA. Más aún, en un país donde la educación secundaria se caracteriza por ser dispareja y por brindar -en promedio- una formación insuficiente (reducción de las horas de matemática, falta de atención a las áreas de redacción y comprensión lectora), la imposición de exámenes de ingreso implicaría la exclusión de una enorme cantidad de estudiantes, que estarían pagando con su futuro las fallas de la política educativa nacional. El Ciclo Básico Común, a pesar de ser objeto de cuestionamientos, posibilita un proceso de reducción del alumnado basado en sus aptitudes y capacidades y no en sus recursos económicos o antecedentes escolares. Acerca del deterioro de la enseñanza en un contexto de masividad, debe señalarse nuevamente que la falla no reside en la institución sino en la asfixia presupuestaria impuesta por el gobierno. La solución al problema no está en reducir el número de estudiantes sino en que los dirigentes tomen conciencia de que el protagonismo de la UBA en el sistema universitario nacional debe ser correspondido con un lugar preponderante a la hora de asignar el presupuesto. Como se planteó en un texto presentado durante la última Asamblea Universitaria: “el financiamiento de la UBA debe ser entendido y valorado como una inversión estratégica equivalente al de las más cruciales inversiones destinadas a la producción de bienes públicos".
En conclusión, es hora de que la sociedad y el gobierno argentino valoren la importancia de una universidad pública, gratuita y eximia no sólo al momento de aplaudir al miembro de la familia que se gradúa o cuando se celebra la obtención de galardones, sino también en los momentos en que la institución necesita y reclama apoyo y presupuesto para seguir siendo garantía de orgullo nacional.
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