El 136 surcaba la avenida Rivadavia a gran velocidad, aprovechando al máximo las ventajas del escaso tráfico. Barrios, personas y escenas se superponían fugazmente a ambos lados del colectivo. Yo iba ajena a todo, resistiendo el efecto adormecedor del sol del mediodía, absorta en el repaso de unos resúmenes y, fiel a una obsesión cuasi-patológica con las responsabilidades académicas, totalmente alterada ante la perspectiva de que mi primer examen de facultad tenía fecha para el día siguiente. Hacía ya un tiempo que esa preocupación era lo único en mi mente, pero en ese viaje una conversación lograría hacerme olvidar y relativizar por completo mi problema, al tocar un tema demasiado sensible como para no involucrarme, al menos emocionalmente.
Yo iba sentada en las primeras filas de asientos dobles, del lado de la ventanilla. No podría asegurar si había alguien sentado a mi lado pero a mis espaldas, dos señoras charlaban fluidamente. Al principio, sus voces no eran más que un murmullo que se mezclaba y perdía entre los sonidos de la ciudad. No recordaba haberlas visto subir y no las había escuchado con atención pero sabía, al modo de ese conocimiento fehaciente pero inexplicable que se tiene en los sueños, que no se conocían entre ellas y que su encuentro no era más que un capricho del azar. Al cabo de un tiempo que no podría explicitar, su conversación tomó un rumbo que se salía de los parámetros de trivialidad. “Digan lo que digan, estábamos mejor con los militares”, tal fue la frase que logró desviar mi vista y mi atención de los papeles que llevaba en mis manos. Por una fracción de segundo, esperé una reacción de incómoda indignación por parte de la otra señora, pero fue en vano: estuvo plenamente de acuerdo y ambas comenzaron a intercambiar pensamientos y opiniones escalofriantes, de esas que encajan a la perfección en el estereotipo de personas pro-dictadura que ocasionalmente aparecen en los medios y despiertan en nosotros ese “¿cómo puede haber gente que piense así?”.
El tema que más les preocupaba era sin dudas la escalada de precios y la inestabilidad económica general que, a su particular entender, ni asomaban durante el Proceso. Intenté construir en mi mente cómo sería su pensamiento completo, ¿sería acaso: qué importan los desaparecidos y la supresión de las libertades si a cambio compramos más barato un kilo de tomates?. Error. Las señoras enseguida pusieron en evidencia la falla en mi especulación: para ellas no hay desaparecidos. Me reproché a mi misma por haber sido tan ilusa y me pregunté entonces si su capacidad de distorsión era tan grande como para negar por completo cualquier acción de índole represiva durante la dictadura. Pero esta vez si acerté en lo que pensarían. “A mi ni siquieran me pararon para pedirme documentos”, dijo una. La otra coincidió y remató con la expresión infaltable en un discurso como el que estaba escuchando, referido a las víctimas del Proceso: “algo habrán hecho”. Levanté mi vista. Un hombre me devolvió la mirada con un gesto que inequivocamente mostraba que compartíamos la indignación (era de esos colectivos en los que las primeras filas están enfrentadas). Un movimiento a mis espaldas me indicó que una de las señores se estaba poniendo de pie. Ni siquiera volteé a mirarlas. Se despidieron cordialemente, probablemente pensando la una de la otra todo lo contrario a lo que yo (y el hombre sentado enfrente) pensábamos de ambas. El timbre sonó, el vehículo se detuvo y luego volvió a arrancar. Pero yo ya no podía volver a cocentrarme en los resúmenes. Otra preocupación ocupaba todo el lugar en mi mente.
lunes, 12 de mayo de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario