Acá va un primerísimo intento del texto sobre el viaje personal. Me resultó particularmente difícil el juego con los tiempos verbales, asi que de ninguna manera estoy convencida ya con lo que resultó. Tenía la agenda con el día a día, entradas, fotos, info, así que el problema no fue con el contenido, sino con la forma del texto. Espero poder enriquecerlo después de la clase del martes.
Los primeros rayos del sol están asomando entre las nubes, tiñiendo el cielo de tonos cálidos. La intensidad de la luz y el calor que va tomando la ventana sobre la que está recostada mi cabeza perturban mi profundo dormir. Abro los ojos con dificultad, intentando reducir al mímino la inevitable turbación que causarán esos primeros rayos de sol sobre mis pupilas ya acostumbradas a la oscuridad. No puedo reprimir un bostezo mientras me desperezo con la mera soltura que me permite el asiento trasero de mi auto, procurando no hacer ruido ni molestar a mi hermano que duerme a mi lado, con la cabeza recostada hacia atrás y los brazos semi cruzados, impasible aún ante los rayos del sol. Mi madre también duerme, en el asiento delantero, con la barbilla apoyada sobre el hombre derecho y las manos resguardando el cierre de la cartera que lleva sobre su falda. Aún algo dormida y sin saber bien por qué, mirando vagamente la sucesión interminable de campos que vamos dejando atrás a medida que avanzamos por la ruta, estiro el brazo derecho y le toco el hombro a mi papá que, bien despierto y atento, me devuelve inmediatamente el gesto, apoyando su mano sobre la mía. Me mira por el espejo retrovisor y vuelve la vista al frente y las manos al volante. Manipulando un poco el cinturón de seguridad para liberar mi cuerpo, me inclino hacia el medio del asiento y miro hacia adelante. A escasos metros avanza el auto negro sobre el que se desplazan nuestros compañeros de ruta, una familia de amigos (todos y cada uno de ellos) con quienes ya hemos emprendido numerosos viajes, aunque este es el primero al interior del país. Vislumbro las cabezas del matrimonio delante de los respaldos de los asientos delanteros, pero no veo al hijo. Asumo que se encuentra recostado sobre el asiento trasero en toda su extensión, aprovechando la ausencia de su hermana, quien siendo la más grande entre los “chicos”, ya es una universitaria y por motivos de estudio -y noviazgo- por primera vez no es parte de la partida. Lamento su falta y extraño su presencia, seguramente haría aún más amena la experiencia y es probable que de estar ella entre nosotros, nos habríamos intercambiado los lugares en los vehículos.
Detesto dormir en el auto, soy muy inquieta y nunca estoy cómoda. La claridad del día me indica que aún es temprano, pero sé que, por más lo intente, no volveré a conciliar el sueño. Resuelvo, entonces, volver mi vista perdida hacia la ruta, aunque sin prestar atención al paisaje. De hecho, me distrae más mi reflejo sobre la ventana, que me devuelve un bostezo intenso y una mirada cansada...
Nuestro primer destino es San Luis. Llegamos luego de varias horas de viaje y nos hospedamos en el Hotel Quintana. Después de una larga jornada, no hay nada más reparador que una ducha caliente, una cena abundante y un profundo sueño sobre las cómodas y blancas camas de una habitación de hotel. El panorama de “perfección” lo completa por la mañana un desayuno buffet tipo americano; me encanta caminar a lo largo de una gran mesa eligiendo entre las delicias que se ofrecen con que se me apetece acompañar el clásico café con leche. Momentos después, nos encontramos ya sobre una comby que nos ha ido a buscar al hotel y nos lleva ahora hacia el Parque Nacional Sierra de las Quijadas para nuestra primera excursión. Se trata de un tesoro arqueológico formado por increíbles acantilados, terrazas y cornisas rojizas cuya altura dejan a uno siempre al borde del precipicio, decidiendo entre la admiración y el vértigo. El punto culminante de la excursión es la larga caminata al interior del Potrero de la Aguada; a medida que avanzamos, vamos internándonos entre cañones que van cerrádose cada vez más, hasta que sólo queda una grieta por la que es imposible avanzar. Es inevitable sentirse minúsculo ante la inmensidad de semejante escenario.
Ya es tarde y es hora de volver al hotel. Nos despedimos del parque y volvemos a abordar la comby. Me atrevería a aventurar que el único despierto entre todos los pasajeros es el conductor, pero no puedo asegurarlo: yo también voy cayendo dormida, vencida por el cansancio.
El segundo destino supera –para mí- ampliamente al primero. Estamos en San Agustín del Valle Fértil, un pequeño y humilde pueblito de la provincia de San Juan, que se ha adaptado con viveza al afluente de turistas que lo visitan por su estratégica ubicación a escasos kilómetros de los Parques Nacionales de la zona. Unas improvisadas cabañas pre-fabricadas han sido convertidas en el “Complejo Las Marías” y albergan a varios visitantes, entre ellos, a nosotros. Cuando cae la noche, nos da la impresión de estar inmersos en un perfecto escenario de película de terror. Las cabañas se encuentran justo enfrente de una cadena de colinas de laderas suaves, cubiertas por vegetación agreste y desprolija. De entre los arbustos, emerge una gran cruz con un Cristo crucificado de apariencia antigua, tétricamente iluminado desde abajo por un reflector oculto entre el verde. A unos metros de esta figura, otras tres cruces de distintos tamaños se alzan también sobre las colinas. Es verdaderamente una imagen lúgubre y sombría.
A pesar de lo dicho, lo cierto es que las cabañas son cómodas, acogedoras y nos resguardan bien del frío. Hemos pasado una noche tranquila y nos despertamos con los primos rayos del sol, preparados para un día largo e intenso. Primero arribamos al Parque Nacional Talampaya, ubicado en la provincia de La Rioja en el límite con San Juan. Es otro antiquísimo e increíble yacimiento arqueológico y paleontológico compuesto por murallones de piedra roja, quebradas y formas que el viento y la erosión han moldeado caprichosamente.
El guía nos cuenta datos tan interesantes como lo que capta nuestra vista. Estamos parados sobre tierras por donde han pasado dinosaurios (se han encontrado prehistóricos fósiles), anfibios, y grupos humanos primitivos cuyo testimonio asoma en la forma de pinturas rupestres y utensillos encontrados en el fondo de oscuras cavernas. Entre nuestro grupo se encuentra un canadiense que recorre solo la Argentina. Ya ha visitado el Sur y su próximo destino es Buenos Aires. Maneja un poco el idioma pero ciertos términos le son difíciles de comprender. Entre todos, vamos aportando traducciones y explicaciones para facilitarle las cosas. Le tomamos las fotografías y el hace lo mismo por nosotros. Jazaam –tal es su nombre- se nos une también para el almuerzo y elogia con ganas las empanadas argentinas.
Pero el día no ha terminado aún, ahora es tiempo de dirigirnos al Parque Nacional Inschigualasto, en el departamente de Valle Fértil, San Juan. Es un terreno semidesértico e inhóspito, donde dominan los tonos grises, lo cual le ha valido el nombre de Valle de la Luna. También allí el viento ha moldeado formas curiosas y la historia ha dejado su huella. Es fácil ignorar los vientos fríos que levantan areniscas cuando el paisaje es tan maravilloso.
Es bien tarde cuando volvemos a las cabañas. El hambre y el cansancio se disputan el primer lugar entre nuestras urgencias. Respondemos a ambas en ese orden y nos abandonamos al descanso intenso y profundo, tan exhaustos por el día que hemos tenido que ni siquiera nos quedan fuerzas para soñar.
El último destino es el que esperaba con mayores expectativas. Y ciertamente, no me siento defraudada. Mendoza es, sin lugar a dudas, uno de las ciudades más hermosas en las que he estado. Es tan limpia y prolija que parece un set de filmación de alguna película romántica, no parece formar parte de la misma Argentina sucia y descuidada por la que estamos acostumbrados a caminar. Nos tomamos dos días para recorrer la ciudad y un tercero para realizar la excursión más divertida de todas. En una comby, nos vamos adentrando en la Cordillera de los Andes, hasta llegar al Puente del Inca. A medida que nos internamos en las montañas, va apareciendo la nieve a ambos lados de la ruta, primero en aislados montoncitos, después cubriendo una mayor amplitud del camino, hasta que finalmente el blanco domina por completo el paisaje. Para el tiempo en que llegamos a nuestra primer parada, ya ha comenzado además a nevar copiosamente. He visto fotos mías de muy pequeña, jugueteando entre la nieve, pero no lo recuerdo. Por eso, esto es como una primera vez. Y es alucinante. Parece despertar en todos, jóvenes y adultos, una alegría y un deseo lúdico único. Enseguida, casi automáticamente, comienza la guerra de nieve y poco importa si nos resbalamos, dejamos de sentir las manos o el impacto de una bola demasiado compacta es fuerte. No hay reproches ni lamentos en ese escenario surreal que fascina a quien lo visita. Después de un almuerzo consistente y un riquísimo café con leche en el interior de un restaurant tipo cabaña rústica, con grandes ventanales para no perderse ni un segundo de ese espectáculo natural y extraordinario, llega el viaje en aerosillas. Pocas cosas podrían superar el contemplar la inmensidad de una cadena montañosa desde la altura y en movimiento. Las figuras humanas que esquían y recorren la pista se van empequeñeciendo y se convierten en puntos de colores sobre un lienzo blanco y puro. Lo mismo ocurre con los techos de las cabañas y puestos que salpican el paisaje.
Apenas nueves días después de la partida desde Buenos Aires, estamos emprendiendo el retorno a casa. El cansancio de esas jornadas intensas y agotadoras se ha acumulado sobre mi cuerpo y esta vez si, sin ninguna dificultad, logro conciliar el sueño.
Los primeros rayos del sol están asomando entre las nubes, tiñiendo el cielo de tonos cálidos. La intensidad de la luz y el calor que va tomando la ventana sobre la que está recostada mi cabeza perturban mi profundo dormir. Abro los ojos con dificultad, intentando reducir al mímino la inevitable turbación que causarán esos primeros rayos de sol sobre mis pupilas ya acostumbradas a la oscuridad. No puedo reprimir un bostezo mientras me desperezo con la mera soltura que me permite el asiento trasero de mi auto, procurando no hacer ruido ni molestar a mi hermano que duerme a mi lado, con la cabeza recostada hacia atrás y los brazos semi cruzados, impasible aún ante los rayos del sol. Mi madre también duerme, en el asiento delantero, con la barbilla apoyada sobre el hombre derecho y las manos resguardando el cierre de la cartera que lleva sobre su falda. Aún algo dormida y sin saber bien por qué, mirando vagamente la sucesión interminable de campos que vamos dejando atrás a medida que avanzamos por la ruta, estiro el brazo derecho y le toco el hombro a mi papá que, bien despierto y atento, me devuelve inmediatamente el gesto, apoyando su mano sobre la mía. Me mira por el espejo retrovisor y vuelve la vista al frente y las manos al volante. Manipulando un poco el cinturón de seguridad para liberar mi cuerpo, me inclino hacia el medio del asiento y miro hacia adelante. A escasos metros avanza el auto negro sobre el que se desplazan nuestros compañeros de ruta, una familia de amigos (todos y cada uno de ellos) con quienes ya hemos emprendido numerosos viajes, aunque este es el primero al interior del país. Vislumbro las cabezas del matrimonio delante de los respaldos de los asientos delanteros, pero no veo al hijo. Asumo que se encuentra recostado sobre el asiento trasero en toda su extensión, aprovechando la ausencia de su hermana, quien siendo la más grande entre los “chicos”, ya es una universitaria y por motivos de estudio -y noviazgo- por primera vez no es parte de la partida. Lamento su falta y extraño su presencia, seguramente haría aún más amena la experiencia y es probable que de estar ella entre nosotros, nos habríamos intercambiado los lugares en los vehículos.
Detesto dormir en el auto, soy muy inquieta y nunca estoy cómoda. La claridad del día me indica que aún es temprano, pero sé que, por más lo intente, no volveré a conciliar el sueño. Resuelvo, entonces, volver mi vista perdida hacia la ruta, aunque sin prestar atención al paisaje. De hecho, me distrae más mi reflejo sobre la ventana, que me devuelve un bostezo intenso y una mirada cansada...
Nuestro primer destino es San Luis. Llegamos luego de varias horas de viaje y nos hospedamos en el Hotel Quintana. Después de una larga jornada, no hay nada más reparador que una ducha caliente, una cena abundante y un profundo sueño sobre las cómodas y blancas camas de una habitación de hotel. El panorama de “perfección” lo completa por la mañana un desayuno buffet tipo americano; me encanta caminar a lo largo de una gran mesa eligiendo entre las delicias que se ofrecen con que se me apetece acompañar el clásico café con leche. Momentos después, nos encontramos ya sobre una comby que nos ha ido a buscar al hotel y nos lleva ahora hacia el Parque Nacional Sierra de las Quijadas para nuestra primera excursión. Se trata de un tesoro arqueológico formado por increíbles acantilados, terrazas y cornisas rojizas cuya altura dejan a uno siempre al borde del precipicio, decidiendo entre la admiración y el vértigo. El punto culminante de la excursión es la larga caminata al interior del Potrero de la Aguada; a medida que avanzamos, vamos internándonos entre cañones que van cerrádose cada vez más, hasta que sólo queda una grieta por la que es imposible avanzar. Es inevitable sentirse minúsculo ante la inmensidad de semejante escenario.
Ya es tarde y es hora de volver al hotel. Nos despedimos del parque y volvemos a abordar la comby. Me atrevería a aventurar que el único despierto entre todos los pasajeros es el conductor, pero no puedo asegurarlo: yo también voy cayendo dormida, vencida por el cansancio.
El segundo destino supera –para mí- ampliamente al primero. Estamos en San Agustín del Valle Fértil, un pequeño y humilde pueblito de la provincia de San Juan, que se ha adaptado con viveza al afluente de turistas que lo visitan por su estratégica ubicación a escasos kilómetros de los Parques Nacionales de la zona. Unas improvisadas cabañas pre-fabricadas han sido convertidas en el “Complejo Las Marías” y albergan a varios visitantes, entre ellos, a nosotros. Cuando cae la noche, nos da la impresión de estar inmersos en un perfecto escenario de película de terror. Las cabañas se encuentran justo enfrente de una cadena de colinas de laderas suaves, cubiertas por vegetación agreste y desprolija. De entre los arbustos, emerge una gran cruz con un Cristo crucificado de apariencia antigua, tétricamente iluminado desde abajo por un reflector oculto entre el verde. A unos metros de esta figura, otras tres cruces de distintos tamaños se alzan también sobre las colinas. Es verdaderamente una imagen lúgubre y sombría.
A pesar de lo dicho, lo cierto es que las cabañas son cómodas, acogedoras y nos resguardan bien del frío. Hemos pasado una noche tranquila y nos despertamos con los primos rayos del sol, preparados para un día largo e intenso. Primero arribamos al Parque Nacional Talampaya, ubicado en la provincia de La Rioja en el límite con San Juan. Es otro antiquísimo e increíble yacimiento arqueológico y paleontológico compuesto por murallones de piedra roja, quebradas y formas que el viento y la erosión han moldeado caprichosamente.
El guía nos cuenta datos tan interesantes como lo que capta nuestra vista. Estamos parados sobre tierras por donde han pasado dinosaurios (se han encontrado prehistóricos fósiles), anfibios, y grupos humanos primitivos cuyo testimonio asoma en la forma de pinturas rupestres y utensillos encontrados en el fondo de oscuras cavernas. Entre nuestro grupo se encuentra un canadiense que recorre solo la Argentina. Ya ha visitado el Sur y su próximo destino es Buenos Aires. Maneja un poco el idioma pero ciertos términos le son difíciles de comprender. Entre todos, vamos aportando traducciones y explicaciones para facilitarle las cosas. Le tomamos las fotografías y el hace lo mismo por nosotros. Jazaam –tal es su nombre- se nos une también para el almuerzo y elogia con ganas las empanadas argentinas.
Pero el día no ha terminado aún, ahora es tiempo de dirigirnos al Parque Nacional Inschigualasto, en el departamente de Valle Fértil, San Juan. Es un terreno semidesértico e inhóspito, donde dominan los tonos grises, lo cual le ha valido el nombre de Valle de la Luna. También allí el viento ha moldeado formas curiosas y la historia ha dejado su huella. Es fácil ignorar los vientos fríos que levantan areniscas cuando el paisaje es tan maravilloso.
Es bien tarde cuando volvemos a las cabañas. El hambre y el cansancio se disputan el primer lugar entre nuestras urgencias. Respondemos a ambas en ese orden y nos abandonamos al descanso intenso y profundo, tan exhaustos por el día que hemos tenido que ni siquiera nos quedan fuerzas para soñar.
El último destino es el que esperaba con mayores expectativas. Y ciertamente, no me siento defraudada. Mendoza es, sin lugar a dudas, uno de las ciudades más hermosas en las que he estado. Es tan limpia y prolija que parece un set de filmación de alguna película romántica, no parece formar parte de la misma Argentina sucia y descuidada por la que estamos acostumbrados a caminar. Nos tomamos dos días para recorrer la ciudad y un tercero para realizar la excursión más divertida de todas. En una comby, nos vamos adentrando en la Cordillera de los Andes, hasta llegar al Puente del Inca. A medida que nos internamos en las montañas, va apareciendo la nieve a ambos lados de la ruta, primero en aislados montoncitos, después cubriendo una mayor amplitud del camino, hasta que finalmente el blanco domina por completo el paisaje. Para el tiempo en que llegamos a nuestra primer parada, ya ha comenzado además a nevar copiosamente. He visto fotos mías de muy pequeña, jugueteando entre la nieve, pero no lo recuerdo. Por eso, esto es como una primera vez. Y es alucinante. Parece despertar en todos, jóvenes y adultos, una alegría y un deseo lúdico único. Enseguida, casi automáticamente, comienza la guerra de nieve y poco importa si nos resbalamos, dejamos de sentir las manos o el impacto de una bola demasiado compacta es fuerte. No hay reproches ni lamentos en ese escenario surreal que fascina a quien lo visita. Después de un almuerzo consistente y un riquísimo café con leche en el interior de un restaurant tipo cabaña rústica, con grandes ventanales para no perderse ni un segundo de ese espectáculo natural y extraordinario, llega el viaje en aerosillas. Pocas cosas podrían superar el contemplar la inmensidad de una cadena montañosa desde la altura y en movimiento. Las figuras humanas que esquían y recorren la pista se van empequeñeciendo y se convierten en puntos de colores sobre un lienzo blanco y puro. Lo mismo ocurre con los techos de las cabañas y puestos que salpican el paisaje.
Apenas nueves días después de la partida desde Buenos Aires, estamos emprendiendo el retorno a casa. El cansancio de esas jornadas intensas y agotadoras se ha acumulado sobre mi cuerpo y esta vez si, sin ninguna dificultad, logro conciliar el sueño.
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