jueves, 24 de marzo de 2011

Crónica Anacrónica



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Fuego, agua y nieve. También papelitos de colores y billetes (falsos, claro). Todo volando por el aire. Mucho antes del cierre con fuegos artificiales, el cielo sobre la 9 de julio ya era una fiesta. Casi tres millones de personas, de todas las edades y de todas partes del país, disfrutaron ayer por la noche del imponente desfile de 19 carrozas con las que el grupo teatral Fuerza Bruta recreó algunos momentos de los 200 años de historia argentina.

Por la avenida circularon enormes estructuras sobre ruedas y más de 2000 actores, artistas y acróbatas. Los carruajes se multiplicaron en las pantallas de miles de celulares, filmadoras y cámaras digitales. El desfile se hizo esperar (empezó casi una hora y media después de lo previsto), pero la gente se quedó. Y aplaudió, gritó, cantó. Los más chiquitos miraron todo desde los hombros de sus padres, los más audaces se animaron a trepar a semáforos, kioscos de diarios y carteles de señalización para obtener una mejor vista.
Todos se llevaron la foto de esa morocha, vestida con los colores patrios que una grúa paseó por las alturas, mientras una infinidad de papelitos celestes y blancos adornaban el aire. Muchos entonaron con fervor de acto escolar las estrofas de la Marcha de San Lorenzo, cuando frente a ellos pasaron “las huestes” sanmartinianas, sumidas en la espuma-nieve del Cruce de los Andes. Los más grandes tararearon unos tangos cuando entraron en escena más una treintena de bandoneonistas sentados sobre los techos de los clásicos taxis negros y amarillos, mientras un par de parejas regalaban unos pasitos de dos por cuatro.
Un marcado silencio acompañó la aparición de una enorme grúa que llevaba lo que a lo lejos parecía una masa amorfa envuelta en una bola de fuego. De a poco la gente lo fue descifrando y al silencio le siguió un sentido aplauso. Una inmensa Constitución Nacional ardía en llamas junto a las urnas electorales: era el momento de recordar las dictaduras, el capítulo más nefasto de la historia argentina. El aplauso se intensificó cuando una carroza, enmarcada por una cortina de lluvia mostró una ronda de mujeres de brillantes pañuelos blancos sobre sus cabezas “¡Madres de la Plaza, el pueblo las abraza!”, cantaron algunos, conmovidos. Pero la emoción no cedió. El desfile regaló entonces un tercer momento fuerte: un grupo de jóvenes envueltos en capas verdes representaron a las tropas que pelearon en Malvinas. De la multitud surgió un futbolero “¡El que no salta es un inglés!” que rápidamente se convirtió en un “¡Argentina, Argentina!” cuando con un impresionante estruendo los soldados cayeron al piso y de sus espaldas se elevaron las tristemente reconocidas cruces blancas.
Después, fue el turno de la vuelta a la democracia. Al compás de las murgas, se desató entre la multitud un contagioso movimiento de caderas y hombros. Mientras, las pantallas gigantes dispuestas a lo largo de la 9 de julio mostraban a la Presidenta Cristina Kirchner desplegando su propio ritmo en el palco oficial.
El desfile estaba llegando a su fin. La gente comenzó a elegir sus momentos preferidos. Los votos de los más chicos se los llevó el inmenso barco que representó la Llegada de los Inmigrantes, con acróbatas dando saltos en lo alto de la vela y dos mujeres haciendo piruetas a la altura del casco. Otros eligieron la carroza de la Industria Nacional, una gigantesca estructura en la que los audaces de Fuerza Bruta hicieron equilibrio sobre un auto suspendido y unas heladeras colgantes (“¡Son las Siam Di Tella!”, gritaron algunos).
Cerca de las 12 de la noche, se abrieron las vallas. Muchos emprendieron el retorno, en vista de la jornada laboral que los esperaba al otro día. Otros se quedaron para el recital de cierre. Todos habían disfrutado de un show impresionante, de esos que, dicen, no se repiten.

lunes, 8 de diciembre de 2008

El viajar ¿es un placer?

Quedan apenas dos hojas en el almanaque y, como siempre, nos encontramos indefensos e influenciables ante el fervor publicitario propio de las vísperas de vacaciones. Agencias de turismo, hoteles, casinos y espectáculos prometen, desde las paginas de diarios y revistas y desde la pantalla del televisor, placer, diversión y relax asegurados. Pero, ¿es así de sencillo?, ¿es posible ponerle fecha y tarifa a tan íntimas y subjetivas sensaciones?

Cuando una persona emprende un viaje, o cuenta que va a hacerlo, se le suele preguntar “¿por negocios o por placer?”. En el imaginario colectivo, lo primero está asociado a horarios fijos y obligaciones; lo segundo al disfrute y el libre albedrío. Pero cualquiera que haya realizado un viaje tiene derecho a dudar de esta arbitraria diferenciación. Las vacaciones imponen de antemano caprichosos límites. Límites de tiempo, en primer lugar. Una semana, quince días, un mes. La duración variará según el caso pero, salvo excepciones dignas de envidia, siempre sabemos que pasado determinado lapso, es necesario volver (a la casa, al trabajo, al estudio). Se me ocurre que ha de ser esta conciencia absoluta de la fecha de retorno la que más aleja al viaje de la experiencia placentera que prometen las agencias. “Rompé con la rutina, desconectáte, olvidáte del reloj”, nos recomiendan. Pero ¿cómo lograrlo si sabemos, aunque a menudo nos neguemos a admitirlo, que lo que vivimos no es más que una ficción, una mentira que se acaba en pocos días? No por nada, “pasajero” significa viajero pero también fugaz. ¿Cómo olvidarnos del reloj si éste no se toma vacaciones y no deja de perseguirnos? En el hotel se sirve el desayuno hasta determinada hora, a la playa hay que ir antes o después del horario peligroso de exposición al sol, el micro o avión tienen hora de partida y de llegada...Las imposiciones se hacen peores si hemos contratado alguna agencia de turismo: a tal hora nos recoge la van, la excursión comienza temprano, disponemos de media hora para almorzar, el parque o el museo cierran por la tarde...y es que, ¿qué es el tour sino la racionalización máxima del tiempo de ocio? “El viajero es siempre un condenado y el tiempo y su desliz se vuelven aún más angustiosos” dice Caparrós desde las páginas de Larga(s) distancia(s). La obligación de aprovechar a ultranza cada momento de ese comprimido paquete de días y actividades se vuelve a veces un peso insoportable para la mente y también para el cuerpo, ¿quién no ha sentido al cabo de unos días de excursiones y paseos el cansancio innegable que hace caer los párpados y arrastrar las piernas? Además, ¿cuánto tiempo pasa antes de que el esquema de las vacaciones se convierta en una nueva rutina?

Pero no sólo al tiempo responden los caprichos de las vacaciones. También a los lugares. Los distintos destinos vacacionales suscitan un “no podés dejar de ir”, del que es difícil escapar. ¿Ir a París y no visitar el Louvre o la Torre Eiffel?, ¿viajar a Londres y no fotografiarse junto al Big Ben?, ¿irse de Nueva York sin haber visto la Estatua de la Libertad?, ¿pasar por Roma sin maravillarse frente al Coliseo? La lista es infinita: cada ciudad tiene su(s) punto(s) de interés turístico y hace falta verdadera determinación para negarse a visitarlos. Probablemente porque ello requiera no sólo de nuestra mera decisión, sino también de la resistencia a los folletos, libros y artículos de merchandising locales –llaveros, postales, remeras, imanes para heladera y otros tantos objetos con la forma y/ o imagen de esas atracciones- y de la disposición a explicar a todas y cada una de las personas que nos pregunten por nuestro viaje por qué no hemos visitado el Buckingham Palace o la Torre de Pisa. Claro que no pretendo negar que esos lugares merezcan ser visitados, pero ¿qué tanto podemos disfrutarlos si ya cargamos con la obligación de fotografiarlos y admirarlos? Admirar no es sólo causar placer, sino también sorpresa. Y aunque no dudo que la majestuosidad de esos monumentos o edificios sea digna de sorprender hasta al más prevenido, la experiencia indudablemente sería distinta si nuestra retina no hubiese registrado sus imágenes una infinidad de veces. Y el goce estético verdadero se hace aún más complicado sabiendo que sólo disponemos de un par de horas para lograrlo.

Existe un último capricho al que responden las vacaciones – o mejor dicho, el último que mencionaré- y es el de las actividades, el “no podés dejar de hacer”. Me refiero a viajar en un autobús de dos pisos en Inglaterra, andar a camello en Egipto, tomar una caipirinha en Brasil, comer pasta en Italia o bailar tango en Argentina. Se trata de esas pequeñas cosas que vemos en películas, series o revistas como rasgos característicos de un país y pensamos –o nos hacen pensar- que es nuestra obligación como turistas intentarlas. “Hay que cumplir con los mitos”, dice Caparrós. Y es que la mayoría de esas actividades son más construcciones del imaginario simbólico que verdaderas costumbres locales, ¿o acaso creemos que todos en Egipto andan a camello o que todos los argentinos sabemos bailar tango?

Podemos pensar entonces, ¿cuál es en realidad la diferencia entre el viaje de negocios y el de placer? Quizás sea solamente que mientras en el primero sabemos de antemano que el disfrute no es la prioridad, en el segundo compramos la ilusión de que sí lo es. O que en el primero cobramos para cumplir con nuestras obligaciones mientras en el segundo pagamos para hacerlo. Si los paseos y actividades que contratamos para distendernos terminan abarrotando las páginas de nuestra agenda como en cualquier otra época del año, ¿no hemos sacrificado lo que fuimos a buscar en primer lugar: tiempo de ocio y libertad para elegir como ocuparlo? Acaso sea por todo esto que terminamos disfrutando más una sesión de lectura en el hall del hotel o un cafecito en un bar que una excursión por la que hemos pagado un dineral. ¿Y si la próxima vez que planeemos un viaje a algún lado alternamos la visita a los puntos clave del circuito turístico con un par de días libres para perdernos sin miedo por las calles de la ciudad o para quedarnos leyendo en una plaza sin el tic tac del reloj apurando la lectura? Quizás sea así y no exprimiendo los días y sobreexigiéndole a nuestros cuerpos como logremos disfrutar al máximo nuestra estadía.

lunes, 27 de octubre de 2008

¡Plagio!, ¿Plagio?

En 2006 el prestigioso jurado del certamen de novela La Nación-Sudamericana revocó el fallo que daba como ganadora a Bolivia Construcciones del periodista Sergio Di Nucci luego de constatar las “extrañas similitudes” que un joven lector había advertido entre ésta y Nada, de la catalana Carmen Laforet. ¡Plagio! gritaron enseguida algunos escritores, deleitados ante la oportunidad de defender con uñas y dientes la propiedad artística, violada por el atrevido periodista. Pero frente a estas circunstancias, conviene no caer en la discusión superficial y la criminalización de Di Nucci. Más valioso será preguntarse, ¿qué tan válido es hablar de plagio?

Para comenzar, cabe reflexionar sobre la pertinencia de aplicar al arte, en general, y a la literatura, en particular, términos y conceptos propios de otros campos de la vida. En la controversia Bolivia construcciones se habló de delito y delincuencia; “plagio” suele asociarse a las ideas de “propiedad”, y de “robo” o incluso “estafa”. Sin embargo, la mayoría de las personas coincidirán en que no es lo mismo poseer un auto que escribir un poema o robar un banco que evocar fragmentos de una obra. Ignorar estas diferencias implica confundir lógicas de funcionamiento claramente distintas. En segundo lugar, podemos preguntarnos sobre los motivos que guían a un artista a recurrir a obras ajenas al construir la propia. Mientras algunos ven en esto, una lisa y llana “mal intención”, otros eligen esquivar la miopía y descubir la riqueza de la reescritura y la resignificación. Warhol y Duchamp tomaban objetos e imágenes existentes y los convertían en una crítica al sistema. Pero ni siquiera es necesario ir tan lejos. Basta con tomar una frase de un párrafo y situarla en un entorno textual distinto: el sentido puede variar dramáticamente. En esta línea, la carta enviada por docentes y graduados de la facultad de Filosofía y Letras al diario La Nación sostiene que “sin deliberadas trasformaciones entre textos, a veces evidentes, otras recónditas, la literatura no existiría.”

Para continuar, sería apropiado indagar sobre lo que se entiende por plagio. Es llamativa la facilidad con que se invoca la palabra al hablar de algunos compases en canciones o unos párrafos o páginas de libros, mientras nada se dice sobre la absurda cantidas de telenovelas y películas que, al margen de pequeñisimas variaciones, parecen salidas de un mismo molde. Una y otra vez, aparece la historia del muchacho rico y la empleada pobre que se enamoran y se casan, superando los obstáculos que se interponen en su camino y que siempre incluyen un falso embarazo o una ceguera temporal. Más aún, en esos casos es evidente que no se busca una resignificación (a menos que se trate de una parodia, por ejemplo) sino la mera garantía de lucro mediante la repetición de una fórmula que ya ha probado –infinidad de veces- su éxito. En este punto, puede encontrarse una convergencia con lo dicho por la crítica literaria Josefina Ludmer quien plantea que el derecho de autor permitió “privatizar el producto cultural”, es decir, que no protegió el arte sino las regalías. Lo que se evidencia en ambos casos es que prima la búsqueda de ganancias, la defensa de la originalidad y la unicidad de una idea sería conveniente en determinadas circunstancias pero no en otras.


En conclusión, resulta necesario replantearse el significado de la palabra y la práctica del plagio y sus vinculaciones con el interés económico antes de esgrimir una rápida crítica contra cualquier artista cuya obra manifieste “extrañas similitudes” con otra. No es lo mismo una copia literal, absoluta y carente de elaboración que un rico y complejo juego de palabras propias y ajenas.

domingo, 19 de octubre de 2008

Universidad pública: un debate necesario

Durante el mes de septiembre, una sucesión de paros docentes, asambleas estudiantiles, tomas, marchas y cortes de calles convulsionaron un ámbito que, debe admitirse, nunca se caracterizó por un clima calmo: el de la Universidad de Buenos Aires. Las acciones tuvieron lugar en las tres sedes de la Facultad de Ciencias Sociales y las de Filosofía y Letras, Arquitectura y Medicina. Cada una planteó problemas específicos pero todas coincidieron en el reclamo por el aumento presupuestario y el pago de salarios justos a la comunidad docente. Los medios se hicieron eco de los sucesos y –en su mayoría- alimentaron con gusto el ya instalado imaginario popular de los “alumnos politizados” de la UBA que no van a la facultad a estudiar. La sociedad criticó los paros y cortes y el Gobierno no le dio una seria relevancia en su agenda. Ante estos hechos, cabe preguntarse el por qué del ataque generalizado a lo que debería ser uno de los mayores orgullos de cualquier nación: una universidad pública y gratuita que es sinónimo de excelencia.

La cuestión puede abordarse de dos maneras. Por un lado, analizando las implicancias de la gratuidad de la enseñanza superior a nivel general. Algunos sostienen que constituye una injusticia pues son los pobres los que pagan para que estudien los ricos. Con respecto a esto debe decirse que si bien es cierto que son los impuestos de los ciudadanos los que sostienen la universidad pública, el peso que recae sobre los distintos sectores no responde a una característica inherente al tipo de financiamiento sino a una falla del sistema impositivo que grava inequitativamente a los miembros de la sociedad. Es la estructura tributaria la que debe corregirse y no el carácter gratuito de la enseñanza. Además, debe considerarse que si sólo aquellos que pueden pagar sus estudios tienen acceso a una educación superior, se perpetúa un sistema que otorga bienestar y poder a aquellos que poseen recursos mientras condena a la obediencia y la desdicha a los que no los tienen.

La otra forma de abordar el asunto consiste en hacer foco en la situación argentina y, en particular, de la UBA que por estos días ratificó la gratuidad de sus carreras y el ingreso irrestricto. Fundada en 1821, esta casa de estudios enfrenta día a día las consecuencias del ahogo presupuestario al que la han sometido y aún someten las autoridades políticas del país. Edificios que amenazan con derrumbarse, aulas sin calefacción ni ventilación, pasillos probremente iluminados, baños en pésimas condiciones son sólo algunas de las deficiencias que deben soportar alumnos, empleados y docentes, sin olvidar la insuficiencia –o falta- de salarios de estos últimos. Y a pesar de todo, la UBA sigue siendo la única universidad argentina -y una de las pocas de América Latina- que ocupa un lugar en un reconocido ranking que distingue a las mejores instituciones del mundo, la única que contó entre sus filas de graduados y/o docentes a los cinco argentinos galardonados con el Premio Nobel, la única que genera respeto y reconocimiento en todos los ámbitos y a nivel internacional. En la gran mayoría de los países del globo, un título de una casa de estudios de esta índole implicaría una enorme inversión de dinero. Basta pensar en las series y películas norteamericanas, en las que los padres de clase media ahorran toda su vida para costear la educación universitaria de sus hijos. En Argentina, en cambio, excelencia académica no es sinónimo de necesidad de fortuna. En palabras de Pablo Alabarces, doctor en Sociología y docente de la UBA: “somos el único país del continente donde un hijo de las clases populares podía llegar a doctorarse en su universidad pública, gratuita y cogobernada”.
Otro eje de discusión en torno a la UBA ha sido el ingreso irrestricto. Se sostiene que es una de las causas de su ineficiencia y que es imposible garantizar la calidad de la enseñanza en un contexto de masividad. Sin embargo, el libre acceso es también parte del espíritu democrático e igualitario que valoriza la UBA. Más aún, en un país donde la educación secundaria se caracteriza por ser dispareja y por brindar -en promedio- una formación insuficiente (reducción de las horas de matemática, falta de atención a las áreas de redacción y comprensión lectora), la imposición de exámenes de ingreso implicaría la exclusión de una enorme cantidad de estudiantes, que estarían pagando con su futuro las fallas de la política educativa nacional. El Ciclo Básico Común, a pesar de ser objeto de cuestionamientos, posibilita un proceso de reducción del alumnado basado en sus aptitudes y capacidades y no en sus recursos económicos o antecedentes escolares. Acerca del deterioro de la enseñanza en un contexto de masividad, debe señalarse nuevamente que la falla no reside en la institución sino en la asfixia presupuestaria impuesta por el gobierno. La solución al problema no está en reducir el número de estudiantes sino en que los dirigentes tomen conciencia de que el protagonismo de la UBA en el sistema universitario nacional debe ser correspondido con un lugar preponderante a la hora de asignar el presupuesto. Como se planteó en un texto presentado durante la última Asamblea Universitaria: “el financiamiento de la UBA debe ser entendido y valorado como una inversión estratégica equivalente al de las más cruciales inversiones destinadas a la producción de bienes públicos".

En conclusión, es hora de que la sociedad y el gobierno argentino valoren la importancia de una universidad pública, gratuita y eximia no sólo al momento de aplaudir al miembro de la familia que se gradúa o cuando se celebra la obtención de galardones, sino también en los momentos en que la institución necesita y reclama apoyo y presupuesto para seguir siendo garantía de orgullo nacional.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Ficha de Lectura

Fragmentos: “Aguas desconocidas” y “Cómo hacer un mapa, cómo llevarse un mapa”,
Libro: La isla de los mapas perdidos
Autor: Miles Harvey.


Acerca del autor y el libro:

Miles Harvey nació en 1961 en Downers Grove
, un suburbio de la ciudad de Chicago. Hijo de un maestro de escuela primaria y de una funcionaria de gobierno, creció en un hogar donde se fomentaba la lectura y la discusión sobre libros y política. Este clima familiar lo llevó a cultivar una gran pasión por la literatura y, a pesar de nunca haber salido de Chicago, una intensa curiosidad por el mundo exterior. Dichas inclinaciones definieron sus elecciones académicas: Harvey se graduó en Periodismo en la Universidad de Illinois y obtuvo un Masters en ficción en la de Michigan. Como profesional, trabajó para la agencia de noticias United Press International , fue editor de la revista In this Time y se desempeñó como escritor free-lance para prestigiosos medios gráficos.
En Diciembre de 1995, una noticia de un periódico local disparó su curiosidad. El artículo hacía referencia a Gilbert Bland, un enigmático sujeto cuyo nombre había llegado a la opinión pública tras haber sido capturado por la policía norteamericana luego de reiterados robos de mapas antiguos en bibliotecas de EEUU y Canadá. Previa consulta a sus editores, Harvey comenzó a indagar sobre la vida del misterioso ladrón. El proyecto le demandó más de un año de investigación y fue publicado en la edición de Junio de 1997 de la revista Outside. La repercusión fue tal que se le propuso extender el artículo y convertirlo en un libro, desafío que Harvey aceptó con gusto a pesar de nunca haber incursionada en el rubro. Su principal objetivo era descubrir cuál era el motivo por el que Bland había emprendido tan peculiar empresa. La negativa del ladrón a concederle una entrevista transformó su tarea en algo similar a la de un cartógrafo: sintió que completar las “lagunas” de una vida era como rellenar los espacios blancos en un mapa. El resultado, publicado en 2000 bajo el título La isla de los mapas perdidos, combinó el relato de los sucesos delictivos, con profusa y variada información sobre el tema de la cartografía e incluso material sobre su vida personal. Esta híbridez le valió duras críticas de algunos de sus colegas pero no mellaron la aceptación del libro por parte del público que en poco tiempo lo convirtió en un best-seller.

Acerca de los fragmentos en Cuaderno de Viaje y Escritura:

En “Aguas desconocidas”, Miles Harvey nos invita a conocer cómo y por qué decidió escribir el libro La isla de los mapas perdidos, cuya introducción estamos leyendo. Transcribe dos recortes que tiene colgados junto a su escritorio: uno es la biografía de un comerciante y navegante holandés del siglo XVI que fue detenido en Portugal cuando intentaba robar cartas de navegación secretas que detallaban las rutas a las Indias Orientales. En aquellos tiempos, señala Harvey, el que controlaba los mapas, controlaba el mundo, por lo que el intento de robo era plenamente comprensible. El otro recorte es la noticia de la captura de Gilbert Bland, el ladrón norteamericano que sustrajo mapas antiguos de distintas bibliotecas en EEUU y Canadá. En este caso, el móvil del delito se presenta como un enigma. Harvey, quien se auto-define como un mapperist (término que acuña para designar a aquellos que sienten gran pasión por el estudio y la contemplación de los mapas), comenta la fascinación que le produjo la historia de Bland y cómo lo llevó a escribir sobre el tema.

“Cómo hacer un mapa, cómo llevarse un mapa” es el capítulo 5 de su libro. Se encuentra dividido en dos partes. En la primera, Harvey describe con lujo de detalles la elaboración técnica de un mapa, un proceso que demanda muchísimo tiempo y requiere gran precisión y habilidad. En la segunda, nos comenta lo fácil y rápido que es robarse uno. Para ello, transcribe la explicación de cómo lo hacía Gilbert Bland: recorriendo un libro de arriba hacia abajo con un pequeña hojilla de afeitar escondida bajo su dedo. Sin embargo, alerta el autor, la tarea no es tan sencilla cómo parece. Más allá del robo efectivo, la entrada y la salida del lugar implican cruzar una frontera, transgredir la moral, adentrarse en terra incognita. Y eso sí que resulta complejo. Al terminar, Harvey procura mencionar algunos de los motivos que podrían llevar a alguien a robar un mapa: para experimentar una sensación de poder, en búsqueda de de la propia identidad o simplemente para sentir el “oscuro placer de la apropiación”.

Resonancias:

Creo que estos fragmentos pueden tener gran influencia en mi ensayo, no tanto por el contenido sino por la forma en que están escritos. Me resulta muy interesante el modo en que el autor se permite salirse de los límites de géneros, integrando el relato de los sucesos con referencias históricas, cuestiones personales, citas de otros autores, y reflexiones propias. También encuentro muy atractiva la manera en que logra plasmar una buena y sólida investigación sin reprimir sus especulaciones y conjeturas: “quizás cruzar las puertas de la biblioteca nos permita dejar atrás por un tiempo nuestros sentimientos de baja autoestima (...) tal vez robemos mapas porque buscamos un hogar.” Otro aspecto interesante de estos fragmentos es el peso de la narración y la labor descriptiva llevada a cabo por el autor, especialmente reflejada en la explicación de la elaboración técnica de un mapa. Al margen del tema que vaya a desarrollar en mi ensayo (cuestión sobre la que no encontré grandes aportes en estos textos), me agradaría que el mismo reflejara, como en Harvey, una escritura creativa pero relajada, con datos y argumentos convincentes que den lugar a la reflexión propia y de los lectores.


Bibliografía:

Stander, B. (2000) “A conversation with Miles Harvey”. Disponible en:
http://www.bellastander.com/writer/miles.htm

Thigpen, D. (2008), “Downer's Grove native Miles Harvey is a master of non-fiction storytelling”. Disponible en:
http://www.chicagotribune.com/features/booksmags/chi-miles-harvey-interview-12jul12,0,5590505.story

lunes, 8 de septiembre de 2008

Notas de Lectura

“Una metáfora viva”, de Celia Guichal
“Las figuras del viajero”
“Citas sobre el viaje”


Celia Guichal sostiene que algunas palabras tienen la capacidad de despertar en nosotros una serie de imágenes que proyectamos sobre el plano de las ideas, los conceptos, los hechos y las acciones. Y señala, muy acertadamente a mi entender, que “viaje” es una de ellas. Apenas leí el título de este texto, recordé la noción de “metáfora conceptual” de George Lakoff que estudié en Semiología del CBC, entendida ésta como una formulación abarcativa de otras tantas que se usan habitualmente en la lengua. Entre ellas estaba “la vida es un viaje”, cuyo dominio incluía expresiones cotidianas como “estar en una encrucijada”, “al borde del precipicio” o “siguiendo nuestro camino”. En aquel entonces, me era inevitable detectar y analizar metáforas en cualquier charla o texto y, por este motivo, no me resultó extraño que el tema del viaje haya sido (y sea) una inagotable fuente de inspiración para gran cantidad de autores, muchos de los cuales son recuperados por Guichal. Además, la autora destaca la indisociable relación que siempre ha mantenido éste con la narración. Respecto a este vínculo, encontré particularmente interesante la idea de que en ambos existen fronteras a cruzar. No sólo las que marcan un inicio y un fin, también las que separan la palabra de la experiencia, el mapa del territorio, un género de otro. En esos casos, acecha el peligro de lo inexplorado, de lo desconocido, del no-retorno. Al escribir, al igual que al viajar, nos vemos obligados a tomar decisiones que pueden marcar y cambiar el rumbo de lo que estamos haciendo (“rumbo”: otra vez la metáfora y otra vez el viaje).


“Las figuras del viajero” es una recopilación de definiciones de palabras que describen a personas que, por diferente motivos, emprenden viajes. Algunos lo hacen para obtener una ganancia como el comerciante o el filibustero. A otros los guía la valentía y la grandeza como el héroe o el caballero andante. Para el cronista, el etnógrafo y el naturalista tiene que ver con su trabajo. Para el místico se trata de un viaje espiritual. Para el cautivo y el exiliado, una decisión que otros han tomado por ellos.
Me fue inesperado encontrar gran interés en estas definiciones. Dos cuestiones en particular llamaron mi atención como potenciales temas a desarrollar en un ensayo. La primera tiene que ver con las semejanzas y diferencias entre conquistadores, exploradores y misioneros, tres palabras cargadas de historia y connotaciones. La segunda está vinculada a dos usos distintos de una misma palabra y al modo en que éstos se relacionan: me refiero a “pasajero”, entendido alternativamente como “viajero” y como “fugaz y accidental”.


“Citas sobre el viaje” es otra prueba de lo fructífero que ha sido este tema para la literatura. Me interesó la tríada narración-memoria-viaje y aquello de que se viaja para contarlo y que la experiencia no tendría sentido si se la olvidara o no se la compartiera con otros. Esta cuestión, además, me pareció asociable con lo del turismo y lo del tiempo, y ésto a su vez con lo que mencioné anteriormente sobre los dos usos de la palabra pasajero. Me refiero a que el turismo, con sus agotadoras excursiones y obligaciones, trastoca los tiempos al exigir el máximo aprovechamiento de la estadía en el lugar al que se ha viajado, lo cual trasforma lo que debería ser (o es vendido como) una experiencia placentera en una carga inaguantable que se esfuma en un instante y perdura sólo en las fotos y el relato que se hacen al regresar, como si todo hubiese sido simplemente para decir a los demás “yo estuve allí y estuve allá”.

lunes, 25 de agosto de 2008

Entre la paz y el olvido (segunda versión)



Acá va mi segunda versión del proyecto. Mantuve algunas cosas pero creo que tomó un tono bastante distinto, mucho más crítico. Incluso cambié la cita del comienzo por una con otra orientación. Dejé las versiones separadas porque me parece que son como dos textos diferentes.
“Es una paz expectante
como esperando el momento
que la vida sea más vida
que la cosa pegue un vuelco"
(José Ricardo Irusta, poeta local)

Siempre pensé que el lunes es un día raro, triste. Nos hace meditar sobre las cosas que tendríamos que haber hecho la semana anterior, nos asaltan los arrepentimientos del sábado y el domingo, y nos castigamos delineando una lista mental de las tareas que no podemos dejar de hacer en los siete días que comienzan (y que probablemente incluiremos en la primera categoría la próxima semana). Hoy no es la excepción: es lunes y siento una cierta melancolía. Para colmo, el gris del cielo se funde con el color de la ruta provincial nº32 y hasta los árboles parecen teñirse de un verde más oscuro. El auto en el que viajo parece estar solo en en el medio del camino. No veo ningún otro ni hacia adelante ni hacia atrás. Y la imagen de un camino desierto, aunque sea de asfalto, en un día nublado es siempre una perfecta postal de melancolía.

Ya he pasado varios kilómetros de paisaje agreste. La monotonía verde empieza a aburrirme, pero justo a tiempo, dos altas columnas de color blanco y azul aparecen en mi campo de visión, salpicando el panorama gris como dos dos manchitas de acuarela. A medida que me acerco, sobre ellas se van dibujando unas letras, pero tendré que situarme justo en frente para leer la inscripción: Bienvenidos a Rancagua.


Rancagua es un pueblo del norte de la provincia de Buenos Aires, ubicado en el el partido de Pergamino, a 17 kilómetros de la ciudad homónima y a 23 kilómetros de la localidad balnearia de Salto. Fue fundada el 1º de marzo de 1904, abarcando un radio de más de 63 manzanas otrora recorridas por malones y sus tierras fueron pobladas por provincianos curiosos e inmigrantes ávidos de progresar. Por aquel tiempo la actividad cerealera se iba consolidando en la Argentina, y Rosario, a poco más de 100 km de Rancagua, se perfilaba como el puerto cerealero por excelencia. La pampa se convertía en un mar de oportunidades para los buscavidas y en una buena inversión para el capital europeo. Fueron los empresarios franceses, deseosos de pelearle el domino a sus eternos rivales ingleses, los que financiaron la construcción de la obra que cambiaría el destino de cientos de pueblos jóvenes: el ferrocarril. Por la línea Nacional General Belgrano, corrió desde la estación Buenos Aires durante 65 años, el tren mixto a Rosario que en su largo trayecto de 377 kilométros y más de 30 estaciones unía ciudades importantes con localidades alejadas del asfalto y los lujos. El recorrido total demandaba más de 10 horas; salía los lunes y viernes de Buenos Aires antes de las 8 de la mañana y llegaba a la ciudad santafesina pasando las 18, habiéndose detenido en la localidad rancagüense cerca de las 15 horas y por escasos minutos. El tren fue de vital importancia para la gestación y desarrollo del pueblo. Por su presencia, Rancagua llegó a ser pujante y a tener gran influencia en la economía agrícolo-ganadera de la región. Pero los vagones dejaron de circular por estas vías en la década del 70. Con ellos se fueron la esperanza y los deseos de progreso.

La de Rancagua es una típica estación de pueblo. Un edificio blanco y gris, con puertas y ventanas azules y una pintoresca galería sostenida por columnas celestes, con capiteles ornamentados. El viento azota tan fuerte que hace sonar la chapa del viejo cartel con el nombre de la localidad y me obliga a esconder mi nariz detrás del cuello de la campera. Ahí, en el medio de la nada, enhiesta sobre un cielo plomizo que amenaza con lluvia, la estación también se me hace una perfecta postal de melancolía. Pero estos andenes no están abandonados.
-Acá ahora funciona el centro de jubilados y pensionados. Se juntan a jugar a las bochas y a los tejos. Hace como diez años que lo hacen ya. Lástima que viniste un lunes, es el único día que no se reúnen. Tienen cada historia...
Me cuenta un lugareño que se acerca para ver si estoy perdida. De nuevo el lunes, pienso. Hasta la estación se pone triste el lunes.

Con el tren se llegaba por la puerta de atrás, para llamarle de algún modo. La verdadera entrada, la que sigue en pie hoy, es la de las columnas blancas y azules, a la vera de la ruta nº 32 que se construye en 1978, quizás para paliar un poco los problemas por la ida del ferrocarril en 1976. Una vez que se atraviesa ese portal, hay que armarse de paciencia y recorrer dos largos kilómetros antes de arribar al corazón del pueblo. En ese trayecto, a uno y otro lado del camino se suceden antiguos galpones desteñidos por el tiempo, viejos silos en probable desuso, enormes tractores estacionados, paradas de colectivo en composé con los colores de la entrada, las más diversas variedades de árboles y, claro, un infaltable puesto del gauchito Gil, de gran presencia en todo viaje por Argentina. A medida que uno se aleja de la ruta comienzan a aparecer esporádicas casas, algunas añejadas por los años y otras que parecen estar de estreno, algunas muy modestas, otras bastante ostentosas. Al parecer, ni Rancagua escapa de la desigualdad. Las distancias entre las construcciones se van acortando hasta que en una esquina, unas letras amarillas sobre un marco de madera recuedan a los olvidadizos en dónde están. Una pequeña placa anexada recientemente lee “1904-2004”. La celebración del centenario fue todo un acontecimiento para el pueblo rancagüense que en el año referido, se reunió a pleno para compartir una misa, números artísticos, fuegos artificiales y una cena con baile en el club local. Ésto no hace falta que me lo cuenten los lugareños, lo sé porque mis tíos fueron invitados a dicho evento. Es que mientras que para la mayoría de los bonaerenses Rancagua ha de ser un lugar cuya existencia desconocen o, para los más informados, un diminuto punto en el gran mapa de la provincia, para mí y mi familia materna se trata de pueblo en el que nuestros antepasados han forjado perdurables amistades y gratos recuerdos que hemos heredado con agrado. Ésto se debe a que se encuentra a escasos kilómetros de La Benicia, una modesta pero queridísima estancia familiar cuya creación data del año 1856, en la que nos reunimos asiduamente con parientes y amigos. Y en cada una de esas ocasiones es, como lo era para nuestros abuelos y bisabuelos, cita obligada la visita a Rancagua, donde perpetuamos las amistades y seguimos sumando recuerdos.

Uno de esos amigos que nuestra familia nos ha legado es Don Raúl Martín, dueño de la tienda Ravel, atendida por él, su esposa y sus hijas. De rigurosas bombachas verdes, como buen campesino, invita a compartir unos mates (otra infaltable costumbre campesina) en la cocina-comedor de su casa, al fondo del local. Así son todos los hogares de los comerciantes o prestadores de servicios en el pueblo: atienden en la pieza o sala de adelante del lugar en el que viven. Hasta el comisario a cargo vive en el destacamento policial en el que ejerce sus funciones.
-El negocio lo tengo hace 30 años. Empezó siendo una peluquería nomás. Después empezamos a vender billetes de lotería y después de a poco otras cositas.
Hoy la tienda ofrece ropa, artículos de perfumeria, y huevos y miel producidos en su propio campo, entre otras cosas. Entre mate y mate, surge el tema de que los hijos antiguamente nacían en las casas. Don Raúl me cuenta:
-Los vecinos de la esquina vivían en el campo. El tipo una vez se vino a buscar a la partera. Y antes de la partera, a la mitad del camino, había un boliche. Y se juntaron el pariente, el hermano y él. Se pusieron borrachos, estuvieron ocho días en el boliche. Y cuando fue, ya el pibe había nacido solo.
Ante mi sorpresa, ofrece los apellidos de los involucrados para reafirmar la veracidad de lo que nos dice. Mi tío, quien no se ha querido perder la visita y nos acompaña en la charla, le pregunta si no va a quedar como un cuentero. Yo le digo que no se preocupe, que el trabajo que estoy escribiendo acá no llega.

Don Raúl me propone presentarme a un vecino que ha escrito un libro sobre Rancagua. Sin ningún problema, cierra el local y lo acompaño a la Asociación Agricultores Federados donde enseguida se le acerca un hombre a saludarlo. Me presenta a José Ricardo Irusta, quien ante mi breve explicación ofrece prestarme su libro. Acá ninguna distancia se hace larga y en cuestión de minutos estamos en la puerta de su casa. Mientras juego con Pompón, un diminuto perro que al principio ladra como fiera sin ninguna noción de su tamaño, Irusta me alcanza una encuadernación titulada “Historia de mi pueblo”. Es una compilación en la que el hombre incluyó fotografías, datos y fechas claves y poemas de su autoría. Le pregunto que lo motivó a escribir. Me dice:
-Yo nací en Salto, pero llegué a Rancagua con horas de vida. Soy como un hijo adoptivo. El libro lo escribí por amor y en agradecimiento.

Después de despedirme de Irusta y de Don Raúl, refugiada en el calor del auto en marcha, me detengo un momento a hojear la encuadernación que me han prestado. Varias páginas están dedicadas al único recinto educativo de la localidad. Se trata del edificio en el que conviven la escuela primaria Nº 54 y la media Instituto Comercial Rancagua. Se encuentra en la entrada al corazón del pueblo y es un edificio de color tiza, con techo a dos aguas y pequeñas ventanas amarillas, flanqueado por varios árboles y rodeado de una cerca de ladrillo a la vista. Una pequeña tranquerita yace abierta, lo cual es curioso porque es época de vacaciones.
El ICR fue fundado el 20 de marzo de 1961, día en que comenzaron a cursar el ciclo lectivo apenas 26 alumnos inscriptos. Hoy, contrariamente a lo que mis prejuicios citadinos suponían, ya no se trata de una improvisada escuelita rural, sino de uno de los colegios más prestigiosos del partido, al que asisten cerca de 300 alumnos, varios de ciudades aledañas. Por esta razón hay 6 micros a disposición de la escuela y las clases no comienzan hasta las 11 de la mañana, lo cual da tiempo a los residentes de otros pueblos a llegar en horario sin tener que levantarse de madrugada.

La imagen de una tranquera abierta me pareció siempre sumamente sugestiva. Es prácticamente una invitación a pasar que no acepta un ‘no’ por respuesta. En este caso, se me ocurre, esa insinuación podría simbolizar a la totalidad del pueblo. Rancagua parece recibir a todos con los brazos abiertos, con ganas de hacerlo parte de su historia. En cada ocasión que he venido, y ésta no es la excepción, me sorprende la sociabilidad de la gente. Todos los vecinos se saludan entre sí y también a los desconocidos. En el gran Buenos Aires, pienso, a cualquier ajeno al barrio le tememos, lo vemos como un ‘sospechoso’, esperamos a que pase para entrar a la casa, nos cruzamos de vereda. Acá, lo saludan. Y no de modo frío, mecánico. Es un gesto sincero y cordial, o al menos así parece: me rehúso a pensar que no hay una sola rivalidad entre vecinos o un día en el que simplemente estén de mal humor. Pero no hay excepciones: saludan los que caminan, los que andan en bicicleta, los que conducen autos y tractores, los que montan a caballo y hasta el chofer del Águila, el único colectivo de la zona cuyo recorrido (Pergamino-Salto) es tan extenso que uno podría perdonarle el enfado. Pero allí está el hombre, agitando la mano con una sonrisa. Y eso que hoy el lunes.

El núcleo de Rancagua consta de unas 50 manzanas, surcadas por calles pavimentadas. El asfalto se ve flamante, perfectamente liso y de un gris homogéneo, sin rasgos de los famosos “baches” que cubren la metrópolis. Si mi memoria no me traiciona (y creo ser demasiado joven para que lo haga), cuando venía de más pequeña había más calles de tierra. Al parecer, algún poderoso alguna vez se acordó de este pueblito. Seré suspicaz, pero no puedo evitar pensar que seguramente el trabajo fue hecho en vísperas de elecciones. El hecho de ser nuevo es sin duda la causa principal de su impecable aspecto, pero tendrá mucho que ver también el escaso tráfico que recorre estas calles. Apenas un par de camionetas y algún que otro auto se cruzan en el camino. Y no es inusual encontrarse con máquinas cosechadoras o familias enteras a caballo. El sonido al andar de estos animales, el cantar de los pájaros y el silbido del viento son lo único que escucho mientras recorro estos pagos. Claro que es la hora de la siesta y, se sabe, en el interior es sagrada. Aunque me cuesta creer que el ruido pueda alcanzar decibeles muy altos.
En las veredas, se cumple a la perfección con el “formato de pueblo del interior” que nutre el imaginario popular. Las puertas no tienen llave y los perros se pasean sin apuros. Las bicicletas yacen sobre la acerca, sin candados ni cadenas. Además, en cada esquina, un poste con carteles enchapados de color azul y con letras blancas informa sólo el nombre de las calles. Aprentemente, la altura y el sentido no son datos necesarios en un lugar como éste, basta con saber la intersección para ubicarse.

En una de esas intersecciones, se alza el Club Argentino Social y Deportivo, toda una institución en Rancagua. Su sede es un austero edificio de ladrillos rojos y puerta blanca, en cuyo costado se halla una placa que reza: “Fundado el 23 de Marzo de 1923”. Consta de un buffet, canchas de bochas y fútbol y un gran salón que se alquila para ocasiones especiales. Recuerdo una visita en que me contaban que el pueblo estaba convulsionado porque ese día se festejaban dos grandes eventos, un bautismo y un cumpleaños de 15, lo cual era demasiado para una localidad donde todas las familias se conocen. Frente al Club, se encuentra la Cooperativa eléctrica, telefónica, de vivienda y otros servicios públicos. Como su (largo) nombre sugiere, de su buen funcionamiento depende en gran medida el bienestar de la población. Uno de los beneficios de asociarse a la cooperativa es que ofrece entierro gratuito en el cementerio local. Me causa gracia recordar lo que decía una publicidad, eso de “siempre es mejor ser socio”. Ambos establecimientos se encuentran sobre la calle Raúl Santoro.
-Se llama así por un médico que vivió acá y que descubrió la cura contra el mal de los rastrojos.
Me cuentan. No exactamente: se trató de un doctor oriundo de Rosario que se instaló en el pueblo en 1961 y emprendió una ardua investigación en pos de encontrar una medida de prevención contra la enfermedad endémica “mal de los rastrojos”, que por esos años se cobraba varias vidas en la zona. Efectivamente, su aporte a la tarea fue clave pero el reconocimiento le fue esquivo y la vacuna fue patentada por unos médicos estadounidenses que se llevaron todo el mérito. Es la eterna historia del esfuerzo sin premio, siempre el mismo guíon, pienso. Pero enseguida cambio de opinión: seguramente el médico si tuvo su recompensa. No lo digo porque su nombre hoy adorne un cartel en las calles de un pueblito perdido, sino por la cantidad de vidas que su contribución habrá salvado. Que obtusa al pensar que semejante labor pudo haber sido hecha pensando en alguna retribución.

Como en la mayoría de los barrios o ciudades, los establecimientos más importantes se organizan en torno a la plaza principal que en Rancagua se llama “12 de octubre”. Hubiese imaginado que en vacaciones estaría repleta de chicos jugando, pero no hay ni uno. De hecho, ahora que lo pienso, ha sido bastante poca la gente con la que me he cruzado desde mi llegada. Una cosa es la paz, claro, pero otra es la desolación. Mi hipótesis es que sólo una foránea como yo puede estar caminando por aquí con este frío. Pero si no fuera porque conozco el lugar, me atrevería a pensar que se trata de un pueblo fantasma o el set de una película de bajo presupuesto. En la plaza todo está pintado de azul y blanco, al igual que el portal de entrada. Hay subibajas, hamacas, trepadoras, y no puedo reprimir una sonrisa al recordar que me he roto más de un pantalón deslizándome por las tablas de madera de ese tobogán. Debajo de uno de los bancos, descansa una pelota de fútbol. La prolija ubicación hace pensar que no ha sido producto de un olvido, sino una acción deliberada, consecuencia de la confianza de que aquí nadie toma lo que no le pertenece. Me pregunto cuánto tardaría en desaparecer en cualquier otra plaza. O algo más interesante, qué pasaría si desaparecierá la de aquí. ¿seguirían todos saludándose tan alegre y cordialmente al encontrarse por la calle?
Enfrente a la plaza se erige la Capilla Nuestra Señora de Luján. Es una construcción hecha de ladrillos colorados, con una gran puerta de madera oscura entre dos faroles negros. En lo alto, posee una cruz y una campana y en el medio de éstas, se encuentran dos nidos de hornero que están allí desde que tengo memoria. Imagino en cuantas fotos, en cuantos recuerdos de bautismos, comuniones y casamientos aparecerán esas dos pequeñas cuevitas. En el interior de la edificación, los largos y clásicos bancos utilizados por los fieles durante el servicio religioso tienen los nombres de algunas de las familias pueblerinas gracias a cuyo aporte se completó la capilla.
la A un lado de la plaza, se encuentra el jardín de infantes Nº 906 “Mi sueño”, que debe su existencia al hecho de que el recinto del colegio tenga demasiados alumnos como para albergar también a las salitas iniciales. Al otro lado se encuentran la delegación municipal, el destacamento policial y la sala de primeros auxilios “Dr. Ricardo H. Fernández”.
-Está abierta de 7 a 11. Acá nos enfermamos de mañana nomás.
Bromea un lugareño cuando le pregunto el motivo de sus puertas cerradas.

A varias cuadras del corazón del pueblo, en lo que podrían llamarse “las afueras”, se erige el cementerio local. Es un edificio blanco, notablemente deteriorado por el paso del tiempo que le dio una tonalidad gris y amarillenta a sus paredes. Un gran portón de rejas negras protege el descanso de los que ya no están entre nosotros. Encima de la entrada, y sobre una cruz, puede leerse en letras negras: PAX. Se me ocurre que en pocos lugares habrá de respetarse tanto ese deseo. Pero la paz no alcanza.


“Paz y progreso” era el lema de un (no muy querido) presidente argentino. Al margen de las connotaciones que pueda adquirir la frase debido a las políticas adoptadas por quienes adhirieron al eslógan, los conceptos involucrados no son nada triviales. Rancagua tuvo alguna vez ambos durante el auge de la agricultura y la presencia del ferrocarril. La paz nunca se fue pero el cese de las funciones de su principal nexo con el país arrasó con las ilusiones de progreso. Hace casi un siglo, un tren a Rosario llevó prosperidad y esperanza a decenas de pueblos. Hoy se habla de un tren al mismo destino pero con otras intenciones. Es hora de que "los de arriba" archiven proyectos de despilfarro y rescaten del olvido a los pueblos relegados. Ya tienen paz: les falta progreso.