Río Arriba es un recorrido por las tierras salteñas de Iruya y un acercamiento al pasado de la comunidad residente, los Kollas, para conocer las consecuencias que el desarrollo de la industria del azúcar ha tenido sobre su cultura, desde la perspectiva de Ulises de la Orden, un director y narrador sentimentalmente involucrado en el tema a causa de un antepasado familiar –su bisabuelo Don Manuel- que a partir de 1922 y por 24 años explotó las tierras del Ingenio San Isidro.
A través de emotivos testimonios, sugestivo material fotográfico, impactantes imágenes de un paisaje natural en todo su esplendor y una música intensa y conmovedora, Ulises va relatando el drama de los kollas, una comunidad indígena económicamente autónoma, dependiente sólo de la eficacia de sus propios sistemas de cultivo hasta la llegada, en los albores del siglo XX, de crueles arrendatarios que, en nombre de un supuesto y cuestionable progreso, comenzaron a forzar a los aborígenes a trabajar en la zafra, mediante un astuto ardid consistente en generarles una deuda impagable (de índole arrendataria o comercial) susceptible de ser solventada únicamente con el trabajo en los ingenios. Los indígenas no eran sólo víctimas de explotación; si se resistían a las duras tareas que se les asignaban eran silenciosamente asesinados y sus “misteriosas desapariciones” eran atribuídas al “familiar.” A medida que los kollas pasaban más y más tiempo en la zafra, sus andenes y terrazas de cultivo iban deteriorándose por la erosión del viento y las lluvias, causantes de grandes derrumbes a los que los locales denominaron “volcanes”. Y una vez consolidada la necesidad del trabajo zafrero para asegurar su subsistencia, llegaron las máquinas cosechadoras, arrancándoles la posibilidad de trabajar y jubilarse. Con este detallado esquema, Ulises pone al descubierto las atrocidades cometidas en nombre de un definitivamente falso progreso, que sólo ocacionó enriquecimiento para los arrendatarios (entre ellos Don Manuel, pero también se menciona a Don Patrón Costas y la familia Blaquier) y destrucción para los kollas.
El final del viaje coincide con la Fiesta de la Virgen de Rosario, en la que Ulises descubre que a pesar de todo, la comunidad Kolla sigue viva en su cosmovisión basada en un profundo respeto por la Naturaleza y en los Cachis, actores, cantantes y bailarines que resguardan los fundamentos de la cultura quechua-aymara. Sin embargo, les es imprescindible poseer el título de propiedad de las tierras que les han sido expropiadas para recuperar su arrebatada autonomía.
lunes, 26 de mayo de 2008
Río Arriba: notas en base al cuestionario guía
En Río Arriba se muestran con claridad dos motivos característicos del relato de viaje. El primero, la indisociable relación entre viaje y relato: Ulises de la Orden guía con su voz, y acompañado por una música acorde, los rumbos que va tomando su aventura y nos hace partícipes de las emociones e interrogantes que en él se van despertando. El segundo, intimamente relacionado con el primero, es el protagonismo de las aventuras a cargo de un héroe aunque claro, poco tiene Ulises de un feroz guerrero armado con capa y espada. Es el suyo un papel protagónico involucrado con sus sentimientos y pensamientos y no con sus aptitudes físicas para la batalla.
Es un narrador, profundamente involucrado con el viaje que emprende y relata pues se sabe descendiente directo de un antiguo explotador de un ingenio azucarero que ha provocado gran daño y destrucción en la comunidad Kolla. Se dirige a un público que desconoce, o sabe poco, de la situación de aquella comunidad indígena y las implicancias que el desarrollo de la industria azucarera ha tenido sobre ella.
Ulises inicia su aventura, como el héroe de Joseph Campbell, “desde el mundo de todos los días hacia una región de prodigios sobrenaturales”. Ésto se ve claramente en la película pues la primeras imágenes nos muestran al joven director en la estación de tren de la ciudad, munido de su boleto y equipaje, listo para emprender la aventura. El ruido del tráfico y la velocidad de la vida citadina cotidiana contrastan fuertemente con los escenarios que aparecerán luego de la llegada a Salta: kilómetros y kilómetros de naturaleza en estado puro, un cielo impoluto, un silencio impenetrable y rudimentarios caminos de tierra. En el camino, según Campbell, “el héroe gana una victoria decisiva” y retorna después con nuevas fuerzas. Ulises, hacia el final de la película, nos comenta que el viaje le ha dejado la enseñanza de nuevos valores, que se desprenden de la cosmovisión Kolla consistente en un profundo respeto por la Naturaleza.
El narrador se vale principalmente de material fotográfico, testimonios de trabajadores de la zafra recogidos personalmente y su propia experiencia en los lugares recorridos.
Es un narrador, profundamente involucrado con el viaje que emprende y relata pues se sabe descendiente directo de un antiguo explotador de un ingenio azucarero que ha provocado gran daño y destrucción en la comunidad Kolla. Se dirige a un público que desconoce, o sabe poco, de la situación de aquella comunidad indígena y las implicancias que el desarrollo de la industria azucarera ha tenido sobre ella.
Ulises inicia su aventura, como el héroe de Joseph Campbell, “desde el mundo de todos los días hacia una región de prodigios sobrenaturales”. Ésto se ve claramente en la película pues la primeras imágenes nos muestran al joven director en la estación de tren de la ciudad, munido de su boleto y equipaje, listo para emprender la aventura. El ruido del tráfico y la velocidad de la vida citadina cotidiana contrastan fuertemente con los escenarios que aparecerán luego de la llegada a Salta: kilómetros y kilómetros de naturaleza en estado puro, un cielo impoluto, un silencio impenetrable y rudimentarios caminos de tierra. En el camino, según Campbell, “el héroe gana una victoria decisiva” y retorna después con nuevas fuerzas. Ulises, hacia el final de la película, nos comenta que el viaje le ha dejado la enseñanza de nuevos valores, que se desprenden de la cosmovisión Kolla consistente en un profundo respeto por la Naturaleza.
El narrador se vale principalmente de material fotográfico, testimonios de trabajadores de la zafra recogidos personalmente y su propia experiencia en los lugares recorridos.
lunes, 19 de mayo de 2008
Notas de Lectura: Estar Allí, de Clifford Geertz
En este texto el antropólogo echa por tierra la idea de que la credibilidad de un trabajo etnográfico depende de su sustantividad factual o elegancia conceptual; sostiene, por el contrario, que su capacidad de convencimiento reside en su habilidad para demostrar que el investigador ha podido penetrar verdaderamente otra forma de vida, que realmente ha “estado allí”, y para tales efectos, es absolutamente necesaria la intervención de la escritura.
Esta aserción me generó una sensación ambigua: por un lado, me hizo pensar que era evidente que se debía dar cuenta de la presencia fehaciente del antropólogo en su campo de investigación; pero por otro, puso en evidencia los (erróneos) preconceptos que operaban en mí al pensar en como redactar una etnografía: con un lenguaje “acartonado”, un vocabulario técnico y rebuscadoy una redacción totalmente impersonal.
Luego se refiere al “problema del autor”. Cita un distinción planteada por Foucalt (con quien se muestra abiertamente en desacuerdo) entre la firmeza y vigencia del “autor-función” en el campo de la ficción y el relativo anonimato de éste en el campo de las ciencias. Sostiene sin embargo que la antropología, aún siendo ésta una ciencia, está más del lado de los discursos literarios ya que los nombres personales aparecen ligados a libros, artículos y sistemas de pensamientos. Partiendo de admitir al texto etnogáfico como un híbrido entre la ficción y el informe de laboratorio, pasa a prsentar dos cuestiones.
La primera es la cuestión de la firma, el “establecimiento de una presencia autorial dentro del texto”. Al respecto señala que la dificultad radica en la paradoja que genera elaborar tetos de naturaleza científica, pero a partir de experiencias biográficas. Y agrega que la única manera de lidiar con ésto es mediante la observación de textos etnográficos. Reproduce entonces un fragmento de una obra de Raymond Firth sobre los tikopia. A pesar de ser sólo unas línas del texto completo, inmediatamente celebré la fantástica elección de ejemplo de Geertz, pues efectivamente no quedan dudas de que Firth ha “estado allí” y uno se siente comoun tripulante más de ese barco que llega a la bahía, contemplándolo y sintiéndolo todo. Una sensación similar (aunque en mi caso, no tan intensa) se desprende del texto de Loring Danforth.
La segunda cuestión es la del problema discursivo, o el “¿qué es lo que el autor autoriza?”. Aqui, nuevamente retoma a Foucalt para plantear otra distinción: entre aquellos escritores a los que puede atribuirse la producción de un texto o una obra, y los autores que son “fundadores de discursividad”, que no producen sólo textos, sino también posibilidad y reglas de formación para otros. Cita luego varios ejemplos, que me dieron la certeza de que había comprendido correctamente a a lo que se refería, pues sus nombres ya habían saltado a mi mente: Marx, Freud y, a pesar de mi reciente ingreso al estudio de la antropología (menos de la mitad de un cuatrimestre), pensé también en Levi-Strauss y Malinowski. Es interesante lo que dice a continuación acerca de que hay autores que escriben en el marco de una tradición y terminan por sobrepasar a sus modelos.
Concluye el trabajo con una reflexión que puede extrapolarse a otros casos, pues propone prestar atención a la escritura en pos de lograr una mejor comprensión y una lectura más aguda de los textos. Ésto me resultó particularmente interesante pues considero que es cierto que tenemos tan incorporada la lectura y la escritura como vehículos de transmisión y difusión de conocimientos, que no se nos ocurre problematizarlas para enriquecer nuestra producción y comprensión de textos.
Esta aserción me generó una sensación ambigua: por un lado, me hizo pensar que era evidente que se debía dar cuenta de la presencia fehaciente del antropólogo en su campo de investigación; pero por otro, puso en evidencia los (erróneos) preconceptos que operaban en mí al pensar en como redactar una etnografía: con un lenguaje “acartonado”, un vocabulario técnico y rebuscadoy una redacción totalmente impersonal.
Luego se refiere al “problema del autor”. Cita un distinción planteada por Foucalt (con quien se muestra abiertamente en desacuerdo) entre la firmeza y vigencia del “autor-función” en el campo de la ficción y el relativo anonimato de éste en el campo de las ciencias. Sostiene sin embargo que la antropología, aún siendo ésta una ciencia, está más del lado de los discursos literarios ya que los nombres personales aparecen ligados a libros, artículos y sistemas de pensamientos. Partiendo de admitir al texto etnogáfico como un híbrido entre la ficción y el informe de laboratorio, pasa a prsentar dos cuestiones.
La primera es la cuestión de la firma, el “establecimiento de una presencia autorial dentro del texto”. Al respecto señala que la dificultad radica en la paradoja que genera elaborar tetos de naturaleza científica, pero a partir de experiencias biográficas. Y agrega que la única manera de lidiar con ésto es mediante la observación de textos etnográficos. Reproduce entonces un fragmento de una obra de Raymond Firth sobre los tikopia. A pesar de ser sólo unas línas del texto completo, inmediatamente celebré la fantástica elección de ejemplo de Geertz, pues efectivamente no quedan dudas de que Firth ha “estado allí” y uno se siente comoun tripulante más de ese barco que llega a la bahía, contemplándolo y sintiéndolo todo. Una sensación similar (aunque en mi caso, no tan intensa) se desprende del texto de Loring Danforth.
La segunda cuestión es la del problema discursivo, o el “¿qué es lo que el autor autoriza?”. Aqui, nuevamente retoma a Foucalt para plantear otra distinción: entre aquellos escritores a los que puede atribuirse la producción de un texto o una obra, y los autores que son “fundadores de discursividad”, que no producen sólo textos, sino también posibilidad y reglas de formación para otros. Cita luego varios ejemplos, que me dieron la certeza de que había comprendido correctamente a a lo que se refería, pues sus nombres ya habían saltado a mi mente: Marx, Freud y, a pesar de mi reciente ingreso al estudio de la antropología (menos de la mitad de un cuatrimestre), pensé también en Levi-Strauss y Malinowski. Es interesante lo que dice a continuación acerca de que hay autores que escriben en el marco de una tradición y terminan por sobrepasar a sus modelos.
Concluye el trabajo con una reflexión que puede extrapolarse a otros casos, pues propone prestar atención a la escritura en pos de lograr una mejor comprensión y una lectura más aguda de los textos. Ésto me resultó particularmente interesante pues considero que es cierto que tenemos tan incorporada la lectura y la escritura como vehículos de transmisión y difusión de conocimientos, que no se nos ocurre problematizarlas para enriquecer nuestra producción y comprensión de textos.
Memoria de Viaje Personal
Acá va un primerísimo intento del texto sobre el viaje personal. Me resultó particularmente difícil el juego con los tiempos verbales, asi que de ninguna manera estoy convencida ya con lo que resultó. Tenía la agenda con el día a día, entradas, fotos, info, así que el problema no fue con el contenido, sino con la forma del texto. Espero poder enriquecerlo después de la clase del martes.
Los primeros rayos del sol están asomando entre las nubes, tiñiendo el cielo de tonos cálidos. La intensidad de la luz y el calor que va tomando la ventana sobre la que está recostada mi cabeza perturban mi profundo dormir. Abro los ojos con dificultad, intentando reducir al mímino la inevitable turbación que causarán esos primeros rayos de sol sobre mis pupilas ya acostumbradas a la oscuridad. No puedo reprimir un bostezo mientras me desperezo con la mera soltura que me permite el asiento trasero de mi auto, procurando no hacer ruido ni molestar a mi hermano que duerme a mi lado, con la cabeza recostada hacia atrás y los brazos semi cruzados, impasible aún ante los rayos del sol. Mi madre también duerme, en el asiento delantero, con la barbilla apoyada sobre el hombre derecho y las manos resguardando el cierre de la cartera que lleva sobre su falda. Aún algo dormida y sin saber bien por qué, mirando vagamente la sucesión interminable de campos que vamos dejando atrás a medida que avanzamos por la ruta, estiro el brazo derecho y le toco el hombro a mi papá que, bien despierto y atento, me devuelve inmediatamente el gesto, apoyando su mano sobre la mía. Me mira por el espejo retrovisor y vuelve la vista al frente y las manos al volante. Manipulando un poco el cinturón de seguridad para liberar mi cuerpo, me inclino hacia el medio del asiento y miro hacia adelante. A escasos metros avanza el auto negro sobre el que se desplazan nuestros compañeros de ruta, una familia de amigos (todos y cada uno de ellos) con quienes ya hemos emprendido numerosos viajes, aunque este es el primero al interior del país. Vislumbro las cabezas del matrimonio delante de los respaldos de los asientos delanteros, pero no veo al hijo. Asumo que se encuentra recostado sobre el asiento trasero en toda su extensión, aprovechando la ausencia de su hermana, quien siendo la más grande entre los “chicos”, ya es una universitaria y por motivos de estudio -y noviazgo- por primera vez no es parte de la partida. Lamento su falta y extraño su presencia, seguramente haría aún más amena la experiencia y es probable que de estar ella entre nosotros, nos habríamos intercambiado los lugares en los vehículos.
Detesto dormir en el auto, soy muy inquieta y nunca estoy cómoda. La claridad del día me indica que aún es temprano, pero sé que, por más lo intente, no volveré a conciliar el sueño. Resuelvo, entonces, volver mi vista perdida hacia la ruta, aunque sin prestar atención al paisaje. De hecho, me distrae más mi reflejo sobre la ventana, que me devuelve un bostezo intenso y una mirada cansada...
Nuestro primer destino es San Luis. Llegamos luego de varias horas de viaje y nos hospedamos en el Hotel Quintana. Después de una larga jornada, no hay nada más reparador que una ducha caliente, una cena abundante y un profundo sueño sobre las cómodas y blancas camas de una habitación de hotel. El panorama de “perfección” lo completa por la mañana un desayuno buffet tipo americano; me encanta caminar a lo largo de una gran mesa eligiendo entre las delicias que se ofrecen con que se me apetece acompañar el clásico café con leche. Momentos después, nos encontramos ya sobre una comby que nos ha ido a buscar al hotel y nos lleva ahora hacia el Parque Nacional Sierra de las Quijadas para nuestra primera excursión. Se trata de un tesoro arqueológico formado por increíbles acantilados, terrazas y cornisas rojizas cuya altura dejan a uno siempre al borde del precipicio, decidiendo entre la admiración y el vértigo. El punto culminante de la excursión es la larga caminata al interior del Potrero de la Aguada; a medida que avanzamos, vamos internándonos entre cañones que van cerrádose cada vez más, hasta que sólo queda una grieta por la que es imposible avanzar. Es inevitable sentirse minúsculo ante la inmensidad de semejante escenario.
Ya es tarde y es hora de volver al hotel. Nos despedimos del parque y volvemos a abordar la comby. Me atrevería a aventurar que el único despierto entre todos los pasajeros es el conductor, pero no puedo asegurarlo: yo también voy cayendo dormida, vencida por el cansancio.
El segundo destino supera –para mí- ampliamente al primero. Estamos en San Agustín del Valle Fértil, un pequeño y humilde pueblito de la provincia de San Juan, que se ha adaptado con viveza al afluente de turistas que lo visitan por su estratégica ubicación a escasos kilómetros de los Parques Nacionales de la zona. Unas improvisadas cabañas pre-fabricadas han sido convertidas en el “Complejo Las Marías” y albergan a varios visitantes, entre ellos, a nosotros. Cuando cae la noche, nos da la impresión de estar inmersos en un perfecto escenario de película de terror. Las cabañas se encuentran justo enfrente de una cadena de colinas de laderas suaves, cubiertas por vegetación agreste y desprolija. De entre los arbustos, emerge una gran cruz con un Cristo crucificado de apariencia antigua, tétricamente iluminado desde abajo por un reflector oculto entre el verde. A unos metros de esta figura, otras tres cruces de distintos tamaños se alzan también sobre las colinas. Es verdaderamente una imagen lúgubre y sombría.
A pesar de lo dicho, lo cierto es que las cabañas son cómodas, acogedoras y nos resguardan bien del frío. Hemos pasado una noche tranquila y nos despertamos con los primos rayos del sol, preparados para un día largo e intenso. Primero arribamos al Parque Nacional Talampaya, ubicado en la provincia de La Rioja en el límite con San Juan. Es otro antiquísimo e increíble yacimiento arqueológico y paleontológico compuesto por murallones de piedra roja, quebradas y formas que el viento y la erosión han moldeado caprichosamente.
El guía nos cuenta datos tan interesantes como lo que capta nuestra vista. Estamos parados sobre tierras por donde han pasado dinosaurios (se han encontrado prehistóricos fósiles), anfibios, y grupos humanos primitivos cuyo testimonio asoma en la forma de pinturas rupestres y utensillos encontrados en el fondo de oscuras cavernas. Entre nuestro grupo se encuentra un canadiense que recorre solo la Argentina. Ya ha visitado el Sur y su próximo destino es Buenos Aires. Maneja un poco el idioma pero ciertos términos le son difíciles de comprender. Entre todos, vamos aportando traducciones y explicaciones para facilitarle las cosas. Le tomamos las fotografías y el hace lo mismo por nosotros. Jazaam –tal es su nombre- se nos une también para el almuerzo y elogia con ganas las empanadas argentinas.
Pero el día no ha terminado aún, ahora es tiempo de dirigirnos al Parque Nacional Inschigualasto, en el departamente de Valle Fértil, San Juan. Es un terreno semidesértico e inhóspito, donde dominan los tonos grises, lo cual le ha valido el nombre de Valle de la Luna. También allí el viento ha moldeado formas curiosas y la historia ha dejado su huella. Es fácil ignorar los vientos fríos que levantan areniscas cuando el paisaje es tan maravilloso.
Es bien tarde cuando volvemos a las cabañas. El hambre y el cansancio se disputan el primer lugar entre nuestras urgencias. Respondemos a ambas en ese orden y nos abandonamos al descanso intenso y profundo, tan exhaustos por el día que hemos tenido que ni siquiera nos quedan fuerzas para soñar.
El último destino es el que esperaba con mayores expectativas. Y ciertamente, no me siento defraudada. Mendoza es, sin lugar a dudas, uno de las ciudades más hermosas en las que he estado. Es tan limpia y prolija que parece un set de filmación de alguna película romántica, no parece formar parte de la misma Argentina sucia y descuidada por la que estamos acostumbrados a caminar. Nos tomamos dos días para recorrer la ciudad y un tercero para realizar la excursión más divertida de todas. En una comby, nos vamos adentrando en la Cordillera de los Andes, hasta llegar al Puente del Inca. A medida que nos internamos en las montañas, va apareciendo la nieve a ambos lados de la ruta, primero en aislados montoncitos, después cubriendo una mayor amplitud del camino, hasta que finalmente el blanco domina por completo el paisaje. Para el tiempo en que llegamos a nuestra primer parada, ya ha comenzado además a nevar copiosamente. He visto fotos mías de muy pequeña, jugueteando entre la nieve, pero no lo recuerdo. Por eso, esto es como una primera vez. Y es alucinante. Parece despertar en todos, jóvenes y adultos, una alegría y un deseo lúdico único. Enseguida, casi automáticamente, comienza la guerra de nieve y poco importa si nos resbalamos, dejamos de sentir las manos o el impacto de una bola demasiado compacta es fuerte. No hay reproches ni lamentos en ese escenario surreal que fascina a quien lo visita. Después de un almuerzo consistente y un riquísimo café con leche en el interior de un restaurant tipo cabaña rústica, con grandes ventanales para no perderse ni un segundo de ese espectáculo natural y extraordinario, llega el viaje en aerosillas. Pocas cosas podrían superar el contemplar la inmensidad de una cadena montañosa desde la altura y en movimiento. Las figuras humanas que esquían y recorren la pista se van empequeñeciendo y se convierten en puntos de colores sobre un lienzo blanco y puro. Lo mismo ocurre con los techos de las cabañas y puestos que salpican el paisaje.
Apenas nueves días después de la partida desde Buenos Aires, estamos emprendiendo el retorno a casa. El cansancio de esas jornadas intensas y agotadoras se ha acumulado sobre mi cuerpo y esta vez si, sin ninguna dificultad, logro conciliar el sueño.
Los primeros rayos del sol están asomando entre las nubes, tiñiendo el cielo de tonos cálidos. La intensidad de la luz y el calor que va tomando la ventana sobre la que está recostada mi cabeza perturban mi profundo dormir. Abro los ojos con dificultad, intentando reducir al mímino la inevitable turbación que causarán esos primeros rayos de sol sobre mis pupilas ya acostumbradas a la oscuridad. No puedo reprimir un bostezo mientras me desperezo con la mera soltura que me permite el asiento trasero de mi auto, procurando no hacer ruido ni molestar a mi hermano que duerme a mi lado, con la cabeza recostada hacia atrás y los brazos semi cruzados, impasible aún ante los rayos del sol. Mi madre también duerme, en el asiento delantero, con la barbilla apoyada sobre el hombre derecho y las manos resguardando el cierre de la cartera que lleva sobre su falda. Aún algo dormida y sin saber bien por qué, mirando vagamente la sucesión interminable de campos que vamos dejando atrás a medida que avanzamos por la ruta, estiro el brazo derecho y le toco el hombro a mi papá que, bien despierto y atento, me devuelve inmediatamente el gesto, apoyando su mano sobre la mía. Me mira por el espejo retrovisor y vuelve la vista al frente y las manos al volante. Manipulando un poco el cinturón de seguridad para liberar mi cuerpo, me inclino hacia el medio del asiento y miro hacia adelante. A escasos metros avanza el auto negro sobre el que se desplazan nuestros compañeros de ruta, una familia de amigos (todos y cada uno de ellos) con quienes ya hemos emprendido numerosos viajes, aunque este es el primero al interior del país. Vislumbro las cabezas del matrimonio delante de los respaldos de los asientos delanteros, pero no veo al hijo. Asumo que se encuentra recostado sobre el asiento trasero en toda su extensión, aprovechando la ausencia de su hermana, quien siendo la más grande entre los “chicos”, ya es una universitaria y por motivos de estudio -y noviazgo- por primera vez no es parte de la partida. Lamento su falta y extraño su presencia, seguramente haría aún más amena la experiencia y es probable que de estar ella entre nosotros, nos habríamos intercambiado los lugares en los vehículos.
Detesto dormir en el auto, soy muy inquieta y nunca estoy cómoda. La claridad del día me indica que aún es temprano, pero sé que, por más lo intente, no volveré a conciliar el sueño. Resuelvo, entonces, volver mi vista perdida hacia la ruta, aunque sin prestar atención al paisaje. De hecho, me distrae más mi reflejo sobre la ventana, que me devuelve un bostezo intenso y una mirada cansada...
Nuestro primer destino es San Luis. Llegamos luego de varias horas de viaje y nos hospedamos en el Hotel Quintana. Después de una larga jornada, no hay nada más reparador que una ducha caliente, una cena abundante y un profundo sueño sobre las cómodas y blancas camas de una habitación de hotel. El panorama de “perfección” lo completa por la mañana un desayuno buffet tipo americano; me encanta caminar a lo largo de una gran mesa eligiendo entre las delicias que se ofrecen con que se me apetece acompañar el clásico café con leche. Momentos después, nos encontramos ya sobre una comby que nos ha ido a buscar al hotel y nos lleva ahora hacia el Parque Nacional Sierra de las Quijadas para nuestra primera excursión. Se trata de un tesoro arqueológico formado por increíbles acantilados, terrazas y cornisas rojizas cuya altura dejan a uno siempre al borde del precipicio, decidiendo entre la admiración y el vértigo. El punto culminante de la excursión es la larga caminata al interior del Potrero de la Aguada; a medida que avanzamos, vamos internándonos entre cañones que van cerrádose cada vez más, hasta que sólo queda una grieta por la que es imposible avanzar. Es inevitable sentirse minúsculo ante la inmensidad de semejante escenario.
Ya es tarde y es hora de volver al hotel. Nos despedimos del parque y volvemos a abordar la comby. Me atrevería a aventurar que el único despierto entre todos los pasajeros es el conductor, pero no puedo asegurarlo: yo también voy cayendo dormida, vencida por el cansancio.
El segundo destino supera –para mí- ampliamente al primero. Estamos en San Agustín del Valle Fértil, un pequeño y humilde pueblito de la provincia de San Juan, que se ha adaptado con viveza al afluente de turistas que lo visitan por su estratégica ubicación a escasos kilómetros de los Parques Nacionales de la zona. Unas improvisadas cabañas pre-fabricadas han sido convertidas en el “Complejo Las Marías” y albergan a varios visitantes, entre ellos, a nosotros. Cuando cae la noche, nos da la impresión de estar inmersos en un perfecto escenario de película de terror. Las cabañas se encuentran justo enfrente de una cadena de colinas de laderas suaves, cubiertas por vegetación agreste y desprolija. De entre los arbustos, emerge una gran cruz con un Cristo crucificado de apariencia antigua, tétricamente iluminado desde abajo por un reflector oculto entre el verde. A unos metros de esta figura, otras tres cruces de distintos tamaños se alzan también sobre las colinas. Es verdaderamente una imagen lúgubre y sombría.
A pesar de lo dicho, lo cierto es que las cabañas son cómodas, acogedoras y nos resguardan bien del frío. Hemos pasado una noche tranquila y nos despertamos con los primos rayos del sol, preparados para un día largo e intenso. Primero arribamos al Parque Nacional Talampaya, ubicado en la provincia de La Rioja en el límite con San Juan. Es otro antiquísimo e increíble yacimiento arqueológico y paleontológico compuesto por murallones de piedra roja, quebradas y formas que el viento y la erosión han moldeado caprichosamente.
El guía nos cuenta datos tan interesantes como lo que capta nuestra vista. Estamos parados sobre tierras por donde han pasado dinosaurios (se han encontrado prehistóricos fósiles), anfibios, y grupos humanos primitivos cuyo testimonio asoma en la forma de pinturas rupestres y utensillos encontrados en el fondo de oscuras cavernas. Entre nuestro grupo se encuentra un canadiense que recorre solo la Argentina. Ya ha visitado el Sur y su próximo destino es Buenos Aires. Maneja un poco el idioma pero ciertos términos le son difíciles de comprender. Entre todos, vamos aportando traducciones y explicaciones para facilitarle las cosas. Le tomamos las fotografías y el hace lo mismo por nosotros. Jazaam –tal es su nombre- se nos une también para el almuerzo y elogia con ganas las empanadas argentinas.
Pero el día no ha terminado aún, ahora es tiempo de dirigirnos al Parque Nacional Inschigualasto, en el departamente de Valle Fértil, San Juan. Es un terreno semidesértico e inhóspito, donde dominan los tonos grises, lo cual le ha valido el nombre de Valle de la Luna. También allí el viento ha moldeado formas curiosas y la historia ha dejado su huella. Es fácil ignorar los vientos fríos que levantan areniscas cuando el paisaje es tan maravilloso.
Es bien tarde cuando volvemos a las cabañas. El hambre y el cansancio se disputan el primer lugar entre nuestras urgencias. Respondemos a ambas en ese orden y nos abandonamos al descanso intenso y profundo, tan exhaustos por el día que hemos tenido que ni siquiera nos quedan fuerzas para soñar.
El último destino es el que esperaba con mayores expectativas. Y ciertamente, no me siento defraudada. Mendoza es, sin lugar a dudas, uno de las ciudades más hermosas en las que he estado. Es tan limpia y prolija que parece un set de filmación de alguna película romántica, no parece formar parte de la misma Argentina sucia y descuidada por la que estamos acostumbrados a caminar. Nos tomamos dos días para recorrer la ciudad y un tercero para realizar la excursión más divertida de todas. En una comby, nos vamos adentrando en la Cordillera de los Andes, hasta llegar al Puente del Inca. A medida que nos internamos en las montañas, va apareciendo la nieve a ambos lados de la ruta, primero en aislados montoncitos, después cubriendo una mayor amplitud del camino, hasta que finalmente el blanco domina por completo el paisaje. Para el tiempo en que llegamos a nuestra primer parada, ya ha comenzado además a nevar copiosamente. He visto fotos mías de muy pequeña, jugueteando entre la nieve, pero no lo recuerdo. Por eso, esto es como una primera vez. Y es alucinante. Parece despertar en todos, jóvenes y adultos, una alegría y un deseo lúdico único. Enseguida, casi automáticamente, comienza la guerra de nieve y poco importa si nos resbalamos, dejamos de sentir las manos o el impacto de una bola demasiado compacta es fuerte. No hay reproches ni lamentos en ese escenario surreal que fascina a quien lo visita. Después de un almuerzo consistente y un riquísimo café con leche en el interior de un restaurant tipo cabaña rústica, con grandes ventanales para no perderse ni un segundo de ese espectáculo natural y extraordinario, llega el viaje en aerosillas. Pocas cosas podrían superar el contemplar la inmensidad de una cadena montañosa desde la altura y en movimiento. Las figuras humanas que esquían y recorren la pista se van empequeñeciendo y se convierten en puntos de colores sobre un lienzo blanco y puro. Lo mismo ocurre con los techos de las cabañas y puestos que salpican el paisaje.
Apenas nueves días después de la partida desde Buenos Aires, estamos emprendiendo el retorno a casa. El cansancio de esas jornadas intensas y agotadoras se ha acumulado sobre mi cuerpo y esta vez si, sin ninguna dificultad, logro conciliar el sueño.
Notas de Lectura: Los mares del sur, de Césare Pavese
Lo primero en lo que me hace pensar el poema es en la relación entre la voz que nos habla y su primo. Ya desde el comienzo, la mención de la palabra “gigante” al describirlo se me aparece como un adjetivo que excede la caracterización meramente física; vislumbro allí un sentimiento de admiración, de respeto. Sentimiento que probablemente ya existiera en su infancia, por el solo hecho de ser su primo mayor que él, pero que indudablemente se ha acrecentado tras el retorno de éste de su largo viaje. El hecho de que haya vuelto después de tantos años, cuando ya lo daban por muerto, y el silencio que envuelve los avatares de dicho viaje alimentan aún más el halo de misterio y admiración que lo rodean.
Me resultó particularmente seductora la manera que elige el poeta para mostrar el paso del tiempo. Comienza evocando los juegos de la infancia, los cuales no eran de cualquier clase; jugaba a ser pirata, figura que remite de inmediato al viaje, a la figura de un hombre valiente y audaz que surca los feroces mares y atravieza tormentas en busca de aventuras. Veo allí a un niño que piensa y juega, tal vez un tanto inconscientemente, a “ser” su primo. Luego la infancia abre paso a la madurez, los juegos dan lugar a los sueños y los pensamientos, los mundos imaginados se van desvaneciendo y aparecen los temores y misterios de la vida en la ciudad.
La escena de los dos primos escalando el cerro se presenta en mi mente con la claridad de una fotografía. Veo caer el amanecer a las espaldas de ese hombre bronceado vestido de blanco, que con sus pasos le indica el camino al muchacho que lo sigue, atento y encantado. Me pregunto por que ha elegido llevarlo allí, a las alturas. Y se me hace que no es sólo por la soledad y el silencio, sino también por la universalidad de algo tan puro como el atardecer. Por algún motivo, algo tan habitual como el crepúsculo es siempre un evento digno de admirarse y un disparador de recuerdos y emociones, especialmente si se lo ha apreciado desde diversos ángulos, en los distintos rincones de esta tierra. Por ello, se me hace tan gráfica la imagen del primo sonriendo al recordar los amaneceres que ha visto sobre el mar, cuando “el día ya era viejo para ellos”
Me resultó particularmente seductora la manera que elige el poeta para mostrar el paso del tiempo. Comienza evocando los juegos de la infancia, los cuales no eran de cualquier clase; jugaba a ser pirata, figura que remite de inmediato al viaje, a la figura de un hombre valiente y audaz que surca los feroces mares y atravieza tormentas en busca de aventuras. Veo allí a un niño que piensa y juega, tal vez un tanto inconscientemente, a “ser” su primo. Luego la infancia abre paso a la madurez, los juegos dan lugar a los sueños y los pensamientos, los mundos imaginados se van desvaneciendo y aparecen los temores y misterios de la vida en la ciudad.
La escena de los dos primos escalando el cerro se presenta en mi mente con la claridad de una fotografía. Veo caer el amanecer a las espaldas de ese hombre bronceado vestido de blanco, que con sus pasos le indica el camino al muchacho que lo sigue, atento y encantado. Me pregunto por que ha elegido llevarlo allí, a las alturas. Y se me hace que no es sólo por la soledad y el silencio, sino también por la universalidad de algo tan puro como el atardecer. Por algún motivo, algo tan habitual como el crepúsculo es siempre un evento digno de admirarse y un disparador de recuerdos y emociones, especialmente si se lo ha apreciado desde diversos ángulos, en los distintos rincones de esta tierra. Por ello, se me hace tan gráfica la imagen del primo sonriendo al recordar los amaneceres que ha visto sobre el mar, cuando “el día ya era viejo para ellos”
lunes, 12 de mayo de 2008
Voces en el colectivo...
El 136 surcaba la avenida Rivadavia a gran velocidad, aprovechando al máximo las ventajas del escaso tráfico. Barrios, personas y escenas se superponían fugazmente a ambos lados del colectivo. Yo iba ajena a todo, resistiendo el efecto adormecedor del sol del mediodía, absorta en el repaso de unos resúmenes y, fiel a una obsesión cuasi-patológica con las responsabilidades académicas, totalmente alterada ante la perspectiva de que mi primer examen de facultad tenía fecha para el día siguiente. Hacía ya un tiempo que esa preocupación era lo único en mi mente, pero en ese viaje una conversación lograría hacerme olvidar y relativizar por completo mi problema, al tocar un tema demasiado sensible como para no involucrarme, al menos emocionalmente.
Yo iba sentada en las primeras filas de asientos dobles, del lado de la ventanilla. No podría asegurar si había alguien sentado a mi lado pero a mis espaldas, dos señoras charlaban fluidamente. Al principio, sus voces no eran más que un murmullo que se mezclaba y perdía entre los sonidos de la ciudad. No recordaba haberlas visto subir y no las había escuchado con atención pero sabía, al modo de ese conocimiento fehaciente pero inexplicable que se tiene en los sueños, que no se conocían entre ellas y que su encuentro no era más que un capricho del azar. Al cabo de un tiempo que no podría explicitar, su conversación tomó un rumbo que se salía de los parámetros de trivialidad. “Digan lo que digan, estábamos mejor con los militares”, tal fue la frase que logró desviar mi vista y mi atención de los papeles que llevaba en mis manos. Por una fracción de segundo, esperé una reacción de incómoda indignación por parte de la otra señora, pero fue en vano: estuvo plenamente de acuerdo y ambas comenzaron a intercambiar pensamientos y opiniones escalofriantes, de esas que encajan a la perfección en el estereotipo de personas pro-dictadura que ocasionalmente aparecen en los medios y despiertan en nosotros ese “¿cómo puede haber gente que piense así?”.
El tema que más les preocupaba era sin dudas la escalada de precios y la inestabilidad económica general que, a su particular entender, ni asomaban durante el Proceso. Intenté construir en mi mente cómo sería su pensamiento completo, ¿sería acaso: qué importan los desaparecidos y la supresión de las libertades si a cambio compramos más barato un kilo de tomates?. Error. Las señoras enseguida pusieron en evidencia la falla en mi especulación: para ellas no hay desaparecidos. Me reproché a mi misma por haber sido tan ilusa y me pregunté entonces si su capacidad de distorsión era tan grande como para negar por completo cualquier acción de índole represiva durante la dictadura. Pero esta vez si acerté en lo que pensarían. “A mi ni siquieran me pararon para pedirme documentos”, dijo una. La otra coincidió y remató con la expresión infaltable en un discurso como el que estaba escuchando, referido a las víctimas del Proceso: “algo habrán hecho”. Levanté mi vista. Un hombre me devolvió la mirada con un gesto que inequivocamente mostraba que compartíamos la indignación (era de esos colectivos en los que las primeras filas están enfrentadas). Un movimiento a mis espaldas me indicó que una de las señores se estaba poniendo de pie. Ni siquiera volteé a mirarlas. Se despidieron cordialemente, probablemente pensando la una de la otra todo lo contrario a lo que yo (y el hombre sentado enfrente) pensábamos de ambas. El timbre sonó, el vehículo se detuvo y luego volvió a arrancar. Pero yo ya no podía volver a cocentrarme en los resúmenes. Otra preocupación ocupaba todo el lugar en mi mente.
Yo iba sentada en las primeras filas de asientos dobles, del lado de la ventanilla. No podría asegurar si había alguien sentado a mi lado pero a mis espaldas, dos señoras charlaban fluidamente. Al principio, sus voces no eran más que un murmullo que se mezclaba y perdía entre los sonidos de la ciudad. No recordaba haberlas visto subir y no las había escuchado con atención pero sabía, al modo de ese conocimiento fehaciente pero inexplicable que se tiene en los sueños, que no se conocían entre ellas y que su encuentro no era más que un capricho del azar. Al cabo de un tiempo que no podría explicitar, su conversación tomó un rumbo que se salía de los parámetros de trivialidad. “Digan lo que digan, estábamos mejor con los militares”, tal fue la frase que logró desviar mi vista y mi atención de los papeles que llevaba en mis manos. Por una fracción de segundo, esperé una reacción de incómoda indignación por parte de la otra señora, pero fue en vano: estuvo plenamente de acuerdo y ambas comenzaron a intercambiar pensamientos y opiniones escalofriantes, de esas que encajan a la perfección en el estereotipo de personas pro-dictadura que ocasionalmente aparecen en los medios y despiertan en nosotros ese “¿cómo puede haber gente que piense así?”.
El tema que más les preocupaba era sin dudas la escalada de precios y la inestabilidad económica general que, a su particular entender, ni asomaban durante el Proceso. Intenté construir en mi mente cómo sería su pensamiento completo, ¿sería acaso: qué importan los desaparecidos y la supresión de las libertades si a cambio compramos más barato un kilo de tomates?. Error. Las señoras enseguida pusieron en evidencia la falla en mi especulación: para ellas no hay desaparecidos. Me reproché a mi misma por haber sido tan ilusa y me pregunté entonces si su capacidad de distorsión era tan grande como para negar por completo cualquier acción de índole represiva durante la dictadura. Pero esta vez si acerté en lo que pensarían. “A mi ni siquieran me pararon para pedirme documentos”, dijo una. La otra coincidió y remató con la expresión infaltable en un discurso como el que estaba escuchando, referido a las víctimas del Proceso: “algo habrán hecho”. Levanté mi vista. Un hombre me devolvió la mirada con un gesto que inequivocamente mostraba que compartíamos la indignación (era de esos colectivos en los que las primeras filas están enfrentadas). Un movimiento a mis espaldas me indicó que una de las señores se estaba poniendo de pie. Ni siquiera volteé a mirarlas. Se despidieron cordialemente, probablemente pensando la una de la otra todo lo contrario a lo que yo (y el hombre sentado enfrente) pensábamos de ambas. El timbre sonó, el vehículo se detuvo y luego volvió a arrancar. Pero yo ya no podía volver a cocentrarme en los resúmenes. Otra preocupación ocupaba todo el lugar en mi mente.
lunes, 5 de mayo de 2008
Los que quedan: cuestión maternal
No me sirve que me digan que “está todo bien”. No me gusta que me pidan que no me preocupe. Me irrita que me acusen de hacerme problemas “por nada”. ¿Cómo pueden decirme semejante cosa? ¿que mi nena ande sóla vagando por el continente, sin nadie que la cuide y la proteja no es acaso un problema?. Sí, ya sé: tiene 25 años. Pero eso no significa que sea grande y que se pueda cuidar sóla, no garantiza que este exenta de peligros; al contrario, está más expuesta a que la roben, la secuestren, la engañen, la seduzcan y la dejen...¡Tantos son los peligros! Cada día sumo algún nuevo temor a mi lista. Si por los menos llamara ocasionalmente para tranquilizarme, para asegurarme que está bien...pero no, ella quería que fuese un viaje de “desconexión total”. Que no quisiera cargar con la obligación de llamar todos los días, lo puedo entender pero que no haya dado señales de vida ni una sola vez en estos tres largos meses, eso es demasiado. Desde que se fue no puedo despejar mi mente ni un momento. Me dan ganas de llorar a cada instante. Pero tengo que controlarme, tengo que pensar en Clari y en Santi, también. Si ellos ven que yo enloquezco, se preocuparían por su hermana. Tengo que mantenerme serena, al menos ante ellos. Aunque cuando se vayan al cole, no pueda parar de sollozar frente a la computadora, revisando los diarios de todo el mundo, buscando noticias de Romi. Ni siquiera sé porque hago eso; si encontrara algo publicado sobre ella, seguramente no sería algo bueno. Pero siento que es mi único contacto con mi nena...hasta el domingo. Miro el calendario en el que hace casi tres meses vengo tachando los días, y una pizca de ilusión alivia, por un instante aunque sea, mis preocupaciones. En menos de una semana voy a estar abrazándola, mimándola, haciéndole su comida favorita (¡cómo habra extrañado que su mami le cocine!).
Sí, el domingo se termina este sufrimiento. Tiene que terminar. No se que haría si no la veo bajar del micro ese día. Me volvería totalmente loca, ya no podría disimular nada, explotaría en lágrimas, de tristeza y de impotencia porque no sabría por dónde empezar a buscarla: ni siquiere tenía un itinerario fijo porque quería dejar que “todo fluya”. ¡Así que podría estar en cualquier país, en cualquier ciudad, en cualquier pueblo de este inmenso continente!. Basta. Me tengo que calmar. No puedo seguir así. Ya me va a escuchar cuando vuelva, ya le voy a describir el calvario que me hizo pasar. Después de abrazarla y servirle la comida, claro.
Sí, el domingo se termina este sufrimiento. Tiene que terminar. No se que haría si no la veo bajar del micro ese día. Me volvería totalmente loca, ya no podría disimular nada, explotaría en lágrimas, de tristeza y de impotencia porque no sabría por dónde empezar a buscarla: ni siquiere tenía un itinerario fijo porque quería dejar que “todo fluya”. ¡Así que podría estar en cualquier país, en cualquier ciudad, en cualquier pueblo de este inmenso continente!. Basta. Me tengo que calmar. No puedo seguir así. Ya me va a escuchar cuando vuelva, ya le voy a describir el calvario que me hizo pasar. Después de abrazarla y servirle la comida, claro.
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